Ver a mi hijo adolescente quedarse despierto hasta muy tarde todas las noches me llevó a espiar por la rendija de la puerta… y lo que vi me dejó paralizada.
Anoche vi a mi hijo romperse por dentro, pero también entendí lo que debía hacer para sanarlo… y para sanarme yo misma.
Queridos padres y madres,
Escribo estas líneas ya entrada la noche, a la misma hora en que mi hijo Luis solía tener encendida la luz de su habitación para estudiar. Tal vez, en muchas familias, ver a un adolescente tan aplicado sea motivo de orgullo. Pero para mí, esa luz que se escapaba bajo la puerta cada madrugada se había convertido en una preocupación silenciosa, una ansiedad que crecía hasta estallar en una noche que jamás olvidaré.
Luis tiene 16 años, esa edad que muchos llaman “difícil”. Ya no es el niño que corría detrás de mí pidiendo abrazos. Ahora es alto, callado, y su puerta casi siempre está cerrada. Sé que es natural, que necesita su espacio, pero esa distancia invisible entre nosotros se fue haciendo cada vez más grande. Recuerdo las cenas en silencio, mis preguntas respondidas con un “sí”, un “no” o frases cortas.
Y empezó a trasnochar. Primero a las 12, luego a la 1, y hubo noches en que me desperté a las 2 de la madrugada y su luz seguía encendida. Como madre, me sentía con el corazón en la mano. ¿Jugando videojuegos? ¿Viendo cosas inapropiadas? ¿Chateando con malas compañías? Le pregunté varias veces y siempre respondía: “Estoy estudiando”. Esa respuesta no me tranquilizó, al contrario, aumentó mis dudas.
Hasta que llegó la noche de ayer. Cerca de la 1 de la madrugada, sin poder dormir, tomé una decisión que sabía que no estaba bien: ver qué hacía a escondidas. Caminé descalza sobre el suelo frío, conteniendo la respiración, cuidando de no hacer ruido. El corazón me latía tan fuerte que lo sentía en los oídos. Me acerqué y miré por la rendija de la puerta, lista para enfrentarme a lo que fuera.
Lo que vi me dejó sin fuerzas, obligándome a apoyarme contra la pared para no caer.
No había videojuegos ni páginas prohibidas. En la pantalla de su computadora había una clase virtual de química avanzada. El escritorio estaba cubierto de libros, resúmenes y exámenes de práctica. Mi hijo, con ojeras profundas, más delgado de lo habitual, estaba vencido sobre la mesa, exhausto y solo bajo la luz amarilla de su lámpara.
Entonces ocurrió algo que me partió el alma. Luis se estiró, se frotó los ojos y abrió un cajón. No sacó comida ni algo para distraerse. Sacó una fotografía vieja: toda la familia en la playa, hace cinco años. En la imagen, él era un niño moreno, delgado, riendo mientras abrazaba a su padre. Se quedó mirando fijamente esa sonrisa infantil y suspiró con una tristeza que me atravesó.
En ese momento lo entendí todo. No estaba “perdiendo el tiempo” por las noches. Estaba sobrepasado. La presión de la escuela, las expectativas familiares, la competencia social… todo sobre sus hombros. Cerraba la puerta no para aislarse de mí, sino para que nadie viera su cansancio, su carga y, quizá, su soledad. Ese suspiro no era solo fatiga; era nostalgia por su infancia y miedo ante un futuro incierto.
Regresé a mi habitación tambaleándome, con lágrimas cayendo sin control. Me di cuenta de que me había equivocado. Me preocupé tanto por su futuro que lo empujé a inscribirse en la mejor preparatoria, olvidando que también necesitaba descansar, que seguía siendo un chico que merecía disfrutar su edad. Vi su crecimiento físico, pero olvidé cuidar su mundo interior. Ese muro entre nosotros no lo levantó solo él… yo también ayudé a construirlo.
Esta mañana, no lo desperté con prisas. Simplemente preparé su desayuno favorito. Cuando salió de su cuarto y me miró sorprendido, le sonreí y le dije:
—Come, hijo, anoche trabajaste mucho. Hoy no necesitamos correr.
Luis se detuvo un instante y respondió con un suave “sí, mamá”. Solo una palabra… pero supe que en ese momento, en ese pequeño gesto, el muro que nos separaba había empezado a resquebrajarse.