“Vendí” a mi esposo a una señora adinerada de más de 60 años… me pagaba 40 mil pesos al mes, pero en el sexto mes ocurrió lo más aterrador…

El día que Mariana escuchó que Doña Isabel —una mujer rica, viuda, sin hijos y de más de 60 años— buscaba contratar a un “asistente personal” con un sueldo de 40 mil pesos mensuales, inmediatamente pensó en su esposo, Luis. Tenían deudas con el banco y su trabajo era inestable. El empleo solo requería manejar documentos, acompañarla a sus citas médicas y organizar reuniones. Mariana pensó: “Es solo trabajo, no hay nada de malo”.

Luis, al principio, dudó:
—Si trabajo para ella… ¿no te preocupa lo que diga la gente?
—¿Y qué? Mientras te comportes y vuelvas a casa cada noche, no pasa nada —respondió Mariana, sonriendo, aunque por dentro sentía una ligera inquietud.

Los primeros tres meses, todo salió según lo acordado. Luis le entregaba el dinero puntualmente y le contaba que Doña Isabel era estricta pero amable, incluso a veces le enviaba algún regalo a Mariana. Ese sueldo fijo les permitió pagar parte de la deuda e incluso soñar con abrir una tiendita.

Pero al llegar el cuarto mes, Mariana empezó a notar cambios en su esposo. Luis llegaba más tarde, hablaba poco y siempre parecía distraído. Por las noches, le daba la espalda en la cama y, con la excusa de estar cansado, evitaba cualquier acercamiento. Al principio ella pensó que era por el trabajo, pero pasaron semanas sin que se tocaran.

—¿Hay algo que me estés ocultando? —le preguntó una noche.
Luis negó con la cabeza, evitando su mirada:
—Es solo que el trabajo está un poco pesado.

Desde entonces, una distancia invisible creció entre ellos. Mariana empezó a perder el sueño, con la mente llena de sospechas.

En el sexto mes, sus temores se convirtieron en pesadilla. Una noche de lluvia intensa, su teléfono sonó casi a las 11:00 p.m.:
Amor… ven al hospital inmediatamente… —dijo Luis con voz temblorosa.

Cuando Mariana llegó, Luis estaba sentado en el pasillo, con la camisa manchada de sangre. Le contó que en los últimos meses, Doña Isabel había comenzado a sufrir lapsos de confusión y deambulaba por la casa de madrugada. Esa noche, él había salido de su habitación para tomar agua cuando escuchó un golpe fuerte: ella había caído por las escaleras, con la cabeza sangrando.

La cirugía duró más de tres horas. Doña Isabel superó el peligro, pero tendría que permanecer hospitalizada por semanas.

Durante esos días en el hospital, Mariana conoció la verdad que había cambiado a su esposo: Doña Isabel, temiendo la soledad, le pedía a Luis que se quedara a dormir en la mansión, lo despertaba a las dos o tres de la mañana solo para conversar. Él sacrificaba su descanso y su salud, cargando con un agotamiento que no se atrevía a confesar para no preocuparla ni ganarse su desconfianza.

Una tarde, Doña Isabel, ya consciente, tomó la mano de Mariana y le dijo:
—Sé que mi tiempo se acaba… gracias por dejar que Luis me acompañara. En estos últimos meses, ya no me sentí sola.

Semanas después, su abogado llegó con un testamento actualizado: además de una suma considerable de dinero, Doña Isabel dejaba a la pareja una pequeña casa en las afueras de Puebla.

Al recibirla, Mariana sintió un nudo en la garganta. Los 40 mil pesos mensuales habían sido un alivio, pero el verdadero costo había sido la salud, la paz y la cercanía de su matrimonio, que estuvo a punto de romperse.

El día que despidieron a Doña Isabel, Luis le dijo en voz baja:
—Ahora solo quiero volver a casa, tener un trabajo sencillo… y no dejar que esa distancia entre nosotros regrese.

Desde entonces, viven de manera más modesta, pero cada noche se acuestan juntos, tomados de la mano, como si quisieran recuperar cada instante de calor perdido en aquellos meses fríos.