Vadim miró fijamente al vagabundo y reconoció en él al cirujano que le había salvado la vida hacía 10 años. Lo que sucedió después…

Una gris mañana de invierno envolvía la ciudad en un velo de niebla, como si la propia naturaleza se hubiera detenido a la espera de un milagro. El cielo, cubierto de nubes de plomo, se cernía sobre las calles, y el aire helado crujía bajo las suelas de los transeúntes. Aquel día, que a primera vista parecía común, estaba destinado a cambiar para siempre el destino de varias personas.

—Pasemos por la iglesia —propuso suavemente Polina, volviéndose hacia su marido con una cálida sonrisa en la que se leía tanto esperanza como gratitud.

Vadim la miró con ternura, sintiendo cómo el corazón se le encogía de amor por aquella mujer. Llevaban juntos ya nueve años —nueve años de lucha, lágrimas, esperanzas y decepciones. Durante nueve años habían soñado con un hijo, con unos pequeños pies corriendo por la casa, con la risa infantil, las primeras palabras, unas diminutas manos extendiéndose hacia sus padres. Pero, a pesar de todos los esfuerzos, de médicos, análisis, tratamientos e incluso apoyo psicológico, su sueño seguía siendo inalcanzable.

Polina sufría de manera insoportable. Cada mes, cuando llegaba la desilusión, se encerraba en sí misma, se refugiaba en el baño y lloraba en silencio, apretando entre las manos un viejo sonajero que había comprado en tiempos de esperanza. «¿Qué clase de mujer soy si no puedo dar a luz? —susurraba mirándose al espejo—. ¿Para qué sirvo entonces? ¿Por qué vine a este mundo, si no puedo dar vida?»

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Vadim le había propuesto más de una vez adoptar un niño. Le hablaba de orfanatos, de pequeños que necesitaban amor y cuidado. Pero Polina siempre respondía lo mismo: «No es mío. No es nuestra sangre. Quiero sentir cómo crece dentro de mí, cómo late su corazón junto al mío». Él la entendía, no la juzgaba, simplemente la abrazaba con más fuerza para aliviar, aunque fuera un poco, su dolor.

Y entonces, un día, ella leyó sobre un milagro: una mujer que, después de rezar en la iglesia, había quedado embarazada. Polina, sintiendo por primera vez en mucho tiempo un rayo de luz, decidió intentarlo. Empezó a acudir a una pequeña iglesia en las afueras de la ciudad, encendía velas y rezaba ante el icono de la Virgen María. Al principio iba con temor, con esperanza en los ojos; después, con serenidad. Y un día, un mes después de su última oración, el médico, sonriendo, le dijo: «Enhorabuena, está embarazada».

Fue como un rayo caído del cielo. La felicidad los desbordaba. Polina lloraba, reía, abrazaba a su marido, sin poder creer en la realidad. Vadim, junto a ella, sentía cómo las lágrimas rodaban por sus mejillas y susurraba: «Gracias… gracias, Señor».

La niña nació sana, con ojos claros y un llanto fuerte. La llamaron Anechka. Pasó un año, pero Polina seguía yendo a la iglesia, ya no para pedir, sino para dar las gracias. Cada mes encendía una vela y rezaba por su hija, por su marido, por todos los que sufrían.

—De acuerdo, vamos, querida —respondió Vadim con dulzura, poniendo el intermitente.

Aparcaron junto a una iglesia antigua, con cúpulas cubiertas de escarcha. Polina se cubrió la cabeza con un pañuelo fino —no por moda, sino por respeto al lugar sagrado. Su lujoso abrigo de piel, regalo de su esposo por Año Nuevo, crujía suavemente con cada movimiento. Salió del coche, mientras Vadim permanecía sentado. Creía en Dios, pero pensaba que el templo no era una obligación, sino un impulso del corazón. Ese día su alma estaba en paz y decidió esperar.

A través de la ventanilla observaba lo que pasaba. De la iglesia salió una mujer vestida de negro —vestido negro, pañuelo negro, cabeza inclinada. En sus ojos brillaban lágrimas. Se persignó, se secó la cara y se alejó lentamente. Vadim entendió que había rezado por un difunto. Detrás de ella salieron unos jóvenes padres con un bebé en brazos. Sonreían, susurraban, agradecían. Probablemente habían venido por lo mismo que Polina, en su momento.

Unos minutos después, Vadim salió a la calle, respiró el aire helado. Entonces, una figura cerca de la verja de la iglesia llamó su atención. Sentado en el suelo, junto a un banco, había un hombre —un vagabundo. Un abrigo largo y sucio, que tal vez en otro tiempo fue cálido, ahora estaba roto en varios sitios. En los pies, unas zapatillas de verano, ya sin color, cubiertas de suciedad y sal. El rostro cubierto por la barba, una gorra de lana negra y raída en la cabeza. A su lado, un viejo carrito con trapos y, al parecer, una manta. En la mano, un vaso de plástico para limosnas.

Estaba sentado en silencio, no pedía, no insistía. Simplemente estaba. Muchos pasaban de largo sin notarlo. Alguno dejaba caer unas monedas sin mirarlo. Solo una mujer se detuvo, puso un billete en el vaso y se marchó. El vagabundo sonrió débilmente, pero en su sonrisa no había alegría, solo cansancio y gratitud.

Vadim se quedó inmóvil. Antes, como muchos, pensaba que esas personas eran culpables de su propio destino. Que si alguien estaba en la calle era porque no había querido luchar. Pero desde el nacimiento de su hija, algo había cambiado en él. Había empezado a ver a las personas de otra manera. A notar el dolor, la desesperación, la soledad. Y ese día, al mirar a aquel hombre, sintió una extraña agitación.

Especialmente le llamaron la atención sus manos. Largas, finas, con dedos delicados —dedos de músico, de pintor… o de cirujano. Vadim se preguntó: ¿cómo podía alguien con esas manos acabar así?

Sin pensarlo más, abrió el coche, sacó de la cartera un billete de mil rublos y se acercó. Depositó el dinero en el vaso.

El vagabundo se estremeció, se apartó como si esperara un golpe. Pero al oír el sonido de las monedas y el billete, levantó la vista. Entonces Vadim escuchó su voz —profunda, cálida, con un matiz de cansada inteligencia.

—Es usted muy generoso —dijo—. Nunca me habían dado tanto. Se lo agradezco. No piense que lo gastaré en alcohol. No bebo. Ahora podré comer durante una semana. Hay una tiendecita cerca… la dependienta es amable. Me deja comprar té caliente, bollos… incluso me alcanzará para más de una semana. Que Dios lo bendiga.

Vadim se quedó paralizado. Esa voz… la había escuchado en algún lugar. ¿Hace mucho tiempo? ¿Hace diez años?

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo en la calle? —preguntó, sin esperarse siquiera que hablaría.

El vagabundo se sorprendió. Rara vez alguien le hablaba.

—Tres años. Dos años viví en un sótano, hasta que me echaron. Ahora duermo donde puedo. Es raro, pero quizá ya sería mejor morir.

El corazón de Vadim se apretó. Miraba fijamente al hombre.

—¿Por qué acabó aquí? ¿Qué le pasó?

El vagabundo le miró con una triste sonrisa.

—¿Para qué quiere saber eso? Fui cirujano. Tenía familia, trabajo, respeto. Pero un día —un accidente. Fue culpa mía. Murieron mi esposa y mi hija. Mi suegro —un hombre influyente— destruyó mi vida. Y mis manos… después del accidente ya no pude operar. Todo se vino abajo. Los amigos desaparecieron. Me quitaron el apartamento. Me convertí en un fantasma. Nadie me recuerda. No soy nada.

A Vadim se le heló la sangre. Cirujano. Borís Serguéyevich. Sí, era él. El médico que diez años atrás le salvó la vida.

—¡Usted… me operó! —susurró Vadim—. Tenía peritonitis. Todos decían que no sobreviviría. Pero usted se hizo cargo. Dijo: «Vas a vivir, muchacho. Harás mucho bien aún… ¡Lucha!» Recuerdo cada palabra. Juré que nunca lo olvidaría.

El vagabundo levantó lentamente la cabeza. En sus ojos apareció un destello de reconocimiento y luego, vergüenza.

—Me alegra haber sido útil. Pero ahora ya no sirvo para nadie.

—¡No! —exclamó Vadim—. ¡Usted me salvó la vida! ¡No puedo abandonarle! Prométame que mañana estará aquí. Vendré. Encontraré una solución. ¡Prométalo!

El hombre guardó silencio. Luego asintió.

Al día siguiente Vadim regresó. Nevaba mucho, hacía un frío intenso. Borís Serguéyevich estaba en el mismo lugar, temblando de frío. Vadim se acercó y le ayudó a levantarse.

—Te llevo conmigo. Vivirás en mi casa. Tengo un piso vacío. Te recuperarás. Te ayudaré con los papeles, con un trabajo. No estás solo.

—No merezco esto —susurró el excirujano.

—Lo mereces. Eres médico. Eres humano. Estás vivo.

Lo alojó en el piso de su abuela. Ayudó a gestionar todo: pasaporte, empadronamiento, pensión. Unos meses después, Borís Serguéyevich encontró trabajo en una guardería. Fue vigilante, jardinero, asistente —pero los niños lo adoraban. Les contaba cuentos, les enseñaba a cantar, sonreía. Y los empleados de la guardería veían en él bondad y dignidad.

Pasó el tiempo. Borís Serguéyevich volvió a ser él mismo —no el cirujano de antes, pero un hombre que había encontrado el camino a casa. Y Vadim agradecía cada día al destino por haberse detenido aquel día junto a la iglesia. Porque a veces, para cambiar la vida de alguien, solo hace falta detenerse… y escuchar