—Tío, venga a casa más temprano —dijo una pequeña mendiga. Él le hizo caso… y encontró a su esposa en una situación… interesante. /btv1

Igor estaba sentado en su despacho, sumido en un silencio denso, casi tangible. Parecía que incluso el reloj en la pared temía marcar el tiempo: sus agujas se habían detenido, como si no se atrevieran a perturbar el luto mudo que flotaba en el aire.

Miraba fijamente un punto en la esquina de su caro escritorio de madera oscura, pero no veía nada. Su mirada estaba dirigida hacia dentro, hacia donde dolía el alma, atormentada por los remordimientos y los pensamientos sobre su hogar, sobre el dormitorio donde, según él, su esposa Kristina se apagaba lentamente.

Llamaron a la puerta con cuidado. No fue un golpe fuerte ni insistente, sino uno tímido, como si temieran perturbar su soledad.

En el marco apareció Olga, su asistente y, como él sentía, la única razón por la que aún no había perdido la cordura. Entró, y la oficina pareció llenarse de luz. Pero en su rostro no estaba la cálida sonrisa habitual. Se acercó al escritorio y, sin decir palabra, dejó frente a él una hoja doblada por la mitad. Una carta de renuncia.

—¿Olya, qué es esto? —la voz de Igor se quebró en un susurro ronco. Sintió que algo dentro de él se rompía.
—Será mejor así, Igor. Para todos —respondió en voz baja, sin levantar la vista—. Ya encontré trabajo. En otra ciudad.

Un dolor sordo y punzante a la vez lo atravesó. Se levantó de golpe, rodeó el escritorio y le tomó las manos. Estaban frías, como el viento invernal que se cuela por las rendijas de las viejas ventanas.
—No te vayas. Por favor —susurró como una plegaria.

—No puedo quedarme. Ella te necesita —su voz contenía lágrimas no derramadas—. Tienes que estar con ella.
—¡Es mi culpa! —casi gritó Igor, con la voz quebrándose—. ¡Ella enfermó por mi culpa! ¡Mi pecado, mi relación contigo la está matando!
—Basta —Olga por fin lo miró, y en sus ojos él vio el mismo dolor—. No tienes la culpa. De nada. Perdónate.

Pero él no podía. Su mente era un torbellino de imágenes del pasado, como si su memoria quisiera herirlo más profundo. Su matrimonio con Kristina había sido arreglado por sus padres, quienes creían que los hijos debían seguir las tradiciones familiares y las conexiones convenientes.

Recordaba su frialdad, su actitud casi desdeñosa ante sus intentos de acercamiento, su eterno descontento. No quería hijos, los llamaba una “carga” y “el fin del cuerpo”. Su mundo eran las fiestas sociales, los vestidos caros y el brillo de diamantes ajenos con los que soñaba brillar más que nadie. Y él, para ella, no era más que una billetera y un símbolo de estatus.

Y entonces apareció Olga en su vida. Y por primera vez supo lo que era el calor, el cuidado y el amor. Ella no exigía nada. Solo estaba allí. Lo apoyaba. Lo escuchaba. Lo abrazaba. Lo besaba como si conociera cada uno de sus pensamientos.
El último recuerdo era el más doloroso. Él, decidido a ser honesto hasta el final, fue a ver a Kristina para pedirle el divorcio. Quería decirle la verdad sobre sus sentimientos por Olga. Lo que recibió no fue solo una histeria. Fue todo un espectáculo. Ella gritó, rompió platos, y luego se agarró el pecho y cayó sobre la alfombra. Desde ese día quedó “postrada” con una extraña enfermedad que ningún médico lograba diagnosticar.

Volver a casa se convirtió en una tortura. La atmósfera lúgubre y opresiva lo golpeaba desde el umbral. Kristina yacía en su habitación, rodeada de almohadas, recibiéndolo con una voz débil pero llena de reproche:
—Otra vez llegas tarde… No te importa nada de mí. Quizás ni llegue a la mañana.

Igor tragaba en silencio el nudo en la garganta y se sentaba en la butaca junto a su cama, sintiendo cómo la culpa lo consumía por dentro. Estaba dispuesto a todo con tal de que ella viviera, de poder redimirse. Así que cuando ella dijo haber encontrado una “eminencia médica” que podía ayudarla, aceptó sin dudar. Un costoso profesor, de manos cuidadas y sonrisa autosatisfecha, venía dos veces al día, ponía algunas inyecciones y le presentaba cuentas enormes. Igor pagaba sin hacer preguntas.

Aquella noche, llegó hasta los portones de hierro forjado de su casa y apagó el motor. No podía obligarse a salir del coche. Solo cinco minutos más. Cinco minutos de silencio antes de volver a sumergirse en ese infierno de reproches, suspiros y olor a medicamentos.

Alguien golpeó la ventanilla. Una niña de unos diez años, delgada, con una chaqueta vieja, estaba parada junto al coche. En sus manos tenía un balde con agua turbia y un trapo. Ya la había visto varias veces por la zona: siempre rondaba por la carretera, ofreciendo lavar los faros de los coches.

—¿Señor, le limpio los faros? —preguntó con voz clara.
Igor asintió, sacó del bolsillo un billete mucho más grande de lo que costaba ese servicio y se lo tendió. La niña limpió rápidamente los faros, tomó el dinero y estaba a punto de irse corriendo, pero de repente se volvió.
—Usted siempre llega muy tarde —dijo de golpe—. Intente llegar más temprano.
Y sin esperar respuesta, desapareció en la oscuridad.

Igor se quedó en el coche, perplejo. ¿Qué significaban esas extrañas palabras?

La mañana comenzó como siempre. Kristina lo recibió con un gemido y una nueva tanda de reproches:
—No me toques —retiró la mano cuando él intentó acomodarle la almohada—. Pronto vendrá la cuidadora, ella se encargará de todo. Ve a tu trabajo, ya que parece que te importa más que tu esposa moribunda.

Igor salió de la casa con alivio. En el trabajo no estaba mejor. Al mediodía, al asomarse por la ventana de su despacho, vio lo que más temía: Olga caminaba hacia su coche, llevando en sus manos una caja de cartón con sus pertenencias. La colocó en el asiento trasero, se sentó al volante y se fue. Para siempre.

Una ola de desesperación, mezclada con una rabia sorda contra sí mismo y contra esa vida injusta, lo envolvió por completo. La había perdido. Él mismo la había entregado, la había cambiado por un sentimiento de culpa hacia una mujer a quien nunca amó. Se dejó caer en la silla y se cubrió el rostro con las manos. Todo había terminado.

Entre ese torrente de pensamientos fragmentados y dolorosos, de repente, como un destello, apareció la imagen de la niña junto a la puerta y sus extrañas palabras: «Intente llegar más temprano».

¿Por qué dijo eso? ¿Qué significaba? La idea era loca, irracional, pero era el único punto de apoyo en ese océano de desesperanza. La decisión llegó al instante, impulsiva. Sin darse tiempo para dudar, Igor agarró su chaqueta, salió corriendo del despacho, dejando a la secretaria atónita con un «No estaré», y salió disparado.

Condujo hacia casa. Justo ahora, en medio de la jornada laboral.

Al acercarse a la casa, vio en la puerta el conocido Mercedes negro del “eminente médico”. Un frío pinchazo de alarma atravesó su corazón. ¿Qué hacía aquí a plena luz del día? Sus visitas solían ser estrictamente por la mañana y por la noche.

Igor saltó del coche, abrió de un tirón la puerta del jardín y entró en la casa. Se quedó paralizado.

De la habitación de Kristina llegaba música y… una risa fuerte, estruendosa, absolutamente saludable de su esposa “moribunda”.

Con las piernas rígidas y temblorosas, se acercó a la puerta del dormitorio. La música y la risa se hicieron más fuertes. Empujó la puerta.

Y se quedó inmóvil en el umbral, incapaz de creer lo que veían sus ojos…

En su cama matrimonial, sentado desplomado, estaba el “doctor” completamente desnudo. Frente a él, bailando coqueta con un camisón transparente, estaba su esposa “moribunda”, Kristina. En una mano sostenía una copa de champán, y con la otra hacía movimientos juguetones en el aire. Estaba llena de vida, energía y salud.

No se dieron cuenta de su presencia de inmediato. El primero en voltear fue el “doctor”. Su rostro se tornó largo, la sonrisa desapareció. Kristina se congeló con la copa alzada, y sus ojos se agrandaron de horror.

—¡Igor! —chilló ella—. ¡No es lo que piensas! ¡Era su plan! ¡Él dijo que era una terapia!

—¿¡Qué!? —el “doctor” se puso rojo, saltó de la cama y trató de cubrirse con la sábana—. ¿¡Estás loca, zorra!? ¡Ese fue tu plan desde el principio hasta el final! ¡Y la mitad del dinero del “tratamiento” te lo quedaste tú!

Igor comenzó a temblar. Pero no era debilidad. Era rabia. Una rabia negra y helada que quemaba desde adentro todo el dolor y la culpa. Sin decir palabra, se dio la vuelta, salió del cuarto, llegó a su despacho y tomó de la pared un pesado rifle de caza —un regalo de su padre. Regresó al dormitorio. La mirada de los amantes, llena de un terror animal, se fijó en el arma que sostenía.

Sonó un disparo. La bala entró en el caro parquet a un centímetro del pie del “doctor”.

—Cinco segundos —dijo Igor con voz helada—. Para que los dos salgan de mi casa y de mi vida. Cinco… cuatro…

No necesitaron más. Tropezando, empujándose, vistiéndose apresuradamente, salieron corriendo del cuarto y luego de la casa. Momentos después se oyó el chirrido de los neumáticos del Mercedes alejándose.

Igor quedó solo en la habitación, impregnada del perfume ajeno y de la traición. El shock fue cediendo lentamente, dando paso a una única conciencia que lo consumía por completo: Olga. Debía encontrar a Olga.

Salió disparado de la casa, se subió al coche y se dirigió a su apartamento alquilado. La puerta le abrió una vecina anciana.

—No está, hijo —dijo—. Se fue. Acaba de dejarme las llaves y se fue a la estación. Dijo que su tren sale en una hora.

Comenzó la carrera. Una loca carrera por la ciudad convertida en un campo de obstáculos. Igor conducía sin respetar señales ni semáforos. Se metía entre el tráfico, atajaba, circulaba en sentido contrario. Detrás de él iban dos patrullas de policía, con las sirenas a todo volumen.

No escuchaba las órdenes de detenerse. En su cabeza solo resonaba un pensamiento: “¡Llegar a tiempo!”. Conociendo la ciudad desde niño, dobló en un callejón discreto, atravesó arbustos, salió a un camino de servicio que conducía directamente a las vías del tren y, derribando una barrera endeble, salió disparado al andén.

Saltó del coche. Había una multitud. Cientos de personas con maletas, niños, bolsas. Ruido, anuncios por altavoz, bocinas de trenes. Encontrarla allí era imposible. La desesperación volvió a subirle por la garganta.

Su mirada captó a una chica con una capa llamativa y un micrófono en la mano. Una promotora anunciando alguna campaña. Igor corrió hacia ella, sacó todo el dinero en efectivo que tenía del bolsillo y se lo entregó a la sorprendida joven.

—Por favor, déjame hablar un minuto. ¡Es muy importante!

Le arrebató el micrófono, lo llevó a sus labios y su voz amplificada resonó por todo el andén:

—¡Olga! Olya, si me escuchas, por favor, no te vayas. ¡Te lo suplico, detente! ¡No es como piensas! ¡No puedo vivir sin ti! ¡Te amo muchísimo!

Gritó una y otra vez, girando en todas direcciones, intentando ver cada rostro. Dos policías ya se abrían paso entre la multitud para llegar a él.

—¡Olga! ¡Amor mío!

—¿Y qué hay de la enferma Kristina? —una voz suave sonó muy cerca.

Igor se giró bruscamente. Delante de él estaba Olga. Su rostro estaba húmedo por las lágrimas y en su mano apretaba un billete. Él dejó caer el micrófono y cayó de rodillas ante ella, sobre el sucio asfalto del andén.

—¡Nunca estuvo enferma! —balbuceó entre sollozos—. Fue todo un engaño. Un teatro para retenerme. Ya sé toda la verdad. ¡Perdóname por haber sido un idiota ciego! ¡Perdóname!

—Señor, debe acompañarnos —los policías lo agarraron por los hombros.

Pero la multitud, que había sido testigo de la escena, de pronto se alborotó.

—¡Déjenlo ir!

—¡No ven que el amor lo está salvando!

—¡No tienen vergüenza!

Olga se arrodilló junto a Igor y lo abrazó. Ambos lloraban sin ocultar sus lágrimas, en medio de la bulliciosa estación. Los policías se miraron confundidos, luego uno hizo un gesto con la mano y se marcharon, perdiéndose en la multitud.

Dos horas después, Igor llevó a Olga a su casa. La casa estaba vacía y silenciosa. Se disculpó por no poder conseguirle un lugar para vivir ese día y se puso a sacar silenciosamente las cosas de Kristina del dormitorio, tirándolas en bolsas de basura. En un momento se detuvo y miró a Olga, que estaba sentada en silencio en una butaca.

—Olya, ¿por qué te fuiste tan rápido? Sé que ni siquiera habías encontrado un trabajo estable. ¿Por qué te fuiste así, de un día para otro?

Olga levantó la vista hacia él, con los ojos llenos de lágrimas, y sollozó en voz baja.

—Tenía miedo… Tenía miedo de contarte todo y dejarte en una situación sin salida.

Igor frunció el ceño.

—¿Qué puede ser peor que lo que ya pasó?

Ella respiró profundo, y su voz apenas fue un susurro.

—Decirte que estoy embarazada.

Igor se quedó paralizado. El tiempo se detuvo. Lo miró a ella, a su rostro lloroso, a sus manos que instintivamente posó sobre el vientre, y poco a poco comprendió el significado de sus palabras. Entonces el mundo estalló en fuegos artificiales de pura y ensordecedora felicidad. La tomó en brazos, la giró por la habitación, riendo y repitiendo una y otra vez, como un mantra:

—¡Te amo! ¿Lo escuchas? ¡Te amo! ¡Y a nuestro bebé! ¡No los dejaré ir nunca!

Un año después. Igor y Olga estaban en la terraza de su casa, mirando al jardín donde dormía su hija de tres meses en el cochecito. Todo lo relacionado con Kristina y sus padres había quedado atrás: juicios, escándalos, calumnias, pleitos legales. Igor le entregó a su exesposa solo lo que la ley requería y la borró para siempre de su vida.

Y ya no estaba la niña con el balde en la carretera. Igor la encontró aquella misma noche después de la estación. Resultó que su madre estaba gravemente enferma y su padre había perdido el trabajo. Ahora el padre trabajaba para Igor en su empresa, y la madre recibía tratamiento en la mejor clínica. A veces la niña los visitaba, y los tres tomaban té con pastel.

Igor miraba a su hija dormida, abrazaba por los hombros a la mujer que amaba y entendía que había pasado por el infierno solo para finalmente encontrar su propio paraíso verdadero.