Pueblo me siento avergonzada cuando toda la familia de mi esposo, con los pies llenos de barro, se subió a nuestro coche nuevo.

Mi esposo y yo trabajamos en la ciudad y, después de casi cinco años ahorrando, por fin compramos un coche blanco impecable, que para nosotros era como un tesoro. La primera vez que lo llevamos al pueblo de la familia de mi esposo, yo estaba emocionada, pensando que todos se quedarían impresionados. Pero, al llegar a la entrada, tíos y tías corrieron hacia nosotros, con los pies y las manos llenos de barro del campo, y se subieron al coche sin pensarlo dos veces.

Yo sentí que me dolía el corazón al ver el piso manchado y el olor penetrante del barro llenando el interior. El colmo fue cuando mi suegro me dio una palmada en el hombro y dijo:
—Mija, tú vete en moto atrás, para que tu esposo pueda llevar a los tíos y así vayan más contentos.

Me quedé helada. Todo el orgullo y el enojo se me subieron de golpe. Pero no discutí; solo sonreí y, en silencio, fui al cobertizo a buscar algo… y lo puse directamente en la cajuela del coche.

No pasaron ni cinco minutos, cuando el coche apenas había avanzado un tramo, escuché gritos de horror y vi cómo las puertas se abrían una tras otra. Todos salieron corriendo a la carretera, pálidos y agitando las manos para que se detuviera.

En la cajuela había una bolsa de pasta de camarón fermentada con chile picante, a la que yo había quitado la tapa para que el olor fuerte se expandiera bajo el sol. Todos los tíos, tapándose la nariz, corrían despavoridos, y mi esposo tuvo que inclinarse tosiendo sin parar.

Yo, tranquila, pasé despacio en mi moto y les sonreí:
—Un coche nuevo… hay que mantenerlo limpio, ¿verdad, tíos?

Desde ese día, nadie se atrevió a subirse con sandalias llenas de barro a mi coche.

El ambiente en el patio aquel día quedó en silencio, solo se oían las chicharras y aún se sentía el olor penetrante de la pasta de camarón. Los tíos, avergonzados, evitaban mirarme. Mi suegro, que siempre era el más bromista, tosió un par de veces y se metió en la casa.

Mi esposo, al principio frunció el ceño, pero al verme limpiar con calma cada mancha de barro del piso del coche, solo suspiró:
—Eres… tremenda. Pero… seguro que ya todos lo recordarán.

Durante la comida, nadie mencionó otra vez lo de “que la nuera vaya en moto detrás”. Incluso algunos tíos, con tono tímido, dijeron:
—Perdona, mija, fue por la prisa… la próxima vez nos lavamos los pies antes de subir.

Yo sonreí y les serví un trozo de carne guisada, como si nada. Pero en mi interior sabía que acababa de establecer una “ley no escrita” para el coche nuevo —una ley que todos entendían sin que yo la repitiera.

Desde entonces, cada vez que vamos al pueblo en México, toda la familia de mi esposo se apresura a lavarse las manos y cambiarse las sandalias antes de subir al coche. Y lo más importante: nadie volvió a pensar que yo era “la nuera sumisa que siempre dice que sí”.