“No seas modesta”, intervino la suegra. “Lena es una buena anfitriona, aunque a veces se pase demasiado tiempo cuidándose.” /btv1
“No seas modesta”, intervino la suegra. “Lena es una buena anfitriona, aunque a veces se pase demasiado tiempo cuidándose.”
Elena estaba de pie frente al espejo del dormitorio, arreglándose el cabello con una mezcla de aburrimiento y desdén. Cuarenta y cinco años, la edad en la que una mujer por fin se rinde o empieza a vivir de nuevo. Se pasó la palma de la mano por la cara, notando las finas líneas en las comisuras de los ojos. No, se veía estupenda. Gimnasio regular, dieta equilibrada, cosméticos de calidad: todo estaba dando sus frutos. Los vecinos la envidiaban, sus amigas le pedían consejo. Pero a su marido, Sergey, parecía no importarle.
“Lena, ¿cuánto tiempo más vas a mirarte al espejo?”, se oyó gritar desde la cocina, la voz irritada de Sergey. “Llegan los invitados en una hora, y te estás arreglando como una baronesa.”
Elena frunció los labios. La misma historia de siempre. Primero, no la había ayudado a preparar la fiesta en un mes, y ahora la estaba regañando. Salió de la habitación con su vestido nuevo en la mano, azul oscuro, que realzaba su figura.
“Sergey, ¿podrías al menos ayudarme un poco? Las ensaladas no están listas, la mesa no está puesta.”
Estaba desplomado en un sillón, con la nariz pegada al teléfono.
“Vamos, ya te las arreglarás. Al fin y al cabo, eres la señora de la casa.”
En ese momento, sonó el timbre en el recibidor. Elena suspiró; probablemente era su suegra. Lidia Petrovna había estado viniendo a casa casi a diario durante los últimos meses. Como si Sergey le hubiera pedido que vigilara a su esposa.
“Abre”, gruñó Sergey sin apartar la vista de la pantalla.
Lidia Petrovna entró, haciéndose pasar por la señora de la casa. Setenta años, mirada penetrante, comentando habitualmente cada movimiento de su nuera.
“Lena, querida”, dijo con condescendencia, examinando el vestido. “¿No te parece este nuevo conjunto demasiado provocativo para tu edad?”
A Elena se le hizo un nudo en la garganta. Desde la primera frase, se sentía como si estuviera perdiendo su lugar en la vida, la vida que había construido con tanto esfuerzo. Sin embargo, se conformó con una sonrisa educada:
“Hola, Lidia Petrovna. Adelante, por favor”.
Sergey finalmente levantó la vista:
“¡Mamá, qué grata sorpresa! Lena se preocupa por nada”.
“¿Cómo no va a preocuparse?”, intervino la suegra. “La casa es un desastre, la mesa sin poner y se pasa el tiempo admirándose.”
Elena respiró hondo. Veintitrés años de matrimonio le habían enseñado a no reaccionar ante tales provocaciones, a pensar en su hija. Pero Katya había crecido, vivía en otra ciudad y estaba construyendo su propia vida. ¿Por qué tenía que soportar todo esto?
“Voy a la cocina”, anunció en voz baja.
La siguiente hora, Elena se dedicó a preparar frenéticamente: picando ensaladas, colocando platos, calentando aperitivos. De vez en cuando, Sergey aparecía en la puerta, no para ayudar, sino para juzgar con frialdad.
“Esta ensalada Olivier está sosa”, comentó tras probarla con una cuchara.
“¿Quizás un poco más de mayonesa?”, sugirió su suegra, dispuesta, por supuesto, a dar su opinión.
Elena permaneció en silencio, realizando cada movimiento mecánicamente. Por dentro, una extraña calma la invadió. Podía verse a sí misma desde fuera: esta mujer se esforzaba por preparar una fiesta que nadie apreciaba, viviendo en una casa donde todos la menospreciaban.
A las 19:00, llegaron los primeros invitados: Olga y Marina, sus amigas. La besaron con cariño, admirando su aspecto.
“¡Lena, estás radiante!”, exclamó Olga. “¡Qué vestido tan magnífico!”.
“Sí, te sienta de maravilla”, confirmó Marina. “Sergey, tienes suerte.”
Sergey esbozó una sonrisa forzada:
“Sí, tengo suerte. Es una pena que el carácter no siempre vaya de la mano con la belleza.”
Las mejillas de Elena se sonrojaron. En plena recepción. Como siempre.
“No seas modesta”, intervino la suegra. “Lena es una buena anfitriona, aunque a veces se pase demasiado tiempo cuidándose.”
Los amigos intercambiaron miradas. El ambiente se tensó.
A las ocho, había unas diez personas: vecinos, colegas de Sergey con sus esposas y parientes lejanos. Elena se paseaba entre los invitados, asegurándose de que todos tuvieran suficiente comida y bebida. Siempre la anfitriona perfecta.
“Lena, eres una maga”, elogió su vecina Anna Mikhailovna. “¿Cómo lo consigues?”
“Oh, sí, Sergey tiene mucha suerte”, intervino uno de los colegas de su marido. “No se ve una joya como esta todos los días.”
“Sí, una joya”, murmuró Sergey, con un tono despectivo.
De repente, se hizo un silencio. Elena, que hasta entonces había estado sonriendo y jugando su papel de perfecta anfitriona, sintió un peso en el pecho. El último invitado acababa de llegar, Sergey se levantó con una sonrisa helada en el rostro y le entregó a Elena un sobre.
“Aquí tienes las llaves de tu apartamento, me quedo con el coche.”
El apartamento, que había sido el refugio de su amor durante más de dos décadas, ahora era su último vestigio de lo que alguna vez fue. Sergey, con una expresión fría y vacía, la miraba como si fuera una desconocida. Elena no pudo reaccionar de inmediato. El golpe de realidad fue tan fuerte que se quedó allí, en silencio, mirando el sobre.
“Lena, ¿qué haces? Delante de todos…” Sergey intentó cambiar la situación, pero la emoción le traicionó. El control que había tenido durante tanto tiempo ya no era posible. El silencio se hizo denso entre los invitados.
Y entonces, Elena se levantó, miró a los ojos de Sergey y con voz temblorosa pero firme dijo:
“Lo único que tengo que hacer es irme, Sergey. Y lo haré, sin más. Que te quedes con el coche, que te quedes con todo, porque ahora me quedo conmigo misma.”
Con la cabeza erguida, se dirigió a la puerta, dejando atrás su vida, el apartamento, y a su marido. Tenía que empezar de nuevo. Para ella misma.