Mi esposo me echó a mí y a nuestra hija recién nacida por culpa de una vileza de su madre: tuve que vengarme de ellos
Siempre supe que mi suegra no me quería. Pero jamás imaginé en qué acabaría todo eso.
Cuando me quedé embarazada, se volvió completamente loca. Se metía en absolutamente todo —desde la elección de la cuna hasta el menú de la cena—. Gritaba constantemente que yo «no era digna» de su hijo, que era «una campesina sin apellido ni linaje».
Y cuando en la ecografía supimos que íbamos a tener una niña, montó tal escándalo que las enfermeras casi llaman a la policía.
— Ni siquiera puedes darle un hijo varón. ¡Eres una inútil! —gritaba a todo pulmón en la sala.
Sentí tanta vergüenza y miedo al mismo tiempo.
Cuando empezaron las contracciones, tenía la esperanza de que las cosas cambiaran. Pero fue en vano.
Irrumpió en la sala de partos a pesar de las prohibiciones médicas. En cuanto la enfermera trajo a mi hija, mi suegra se la arrebató de los brazos y la apretó contra su pecho, como si fuera su propia hija. Estuve a punto de desmayarme del susto.
Pasó una semana. Yo intentaba adaptarme a mi nueva vida y cuidar de la bebé mientras mi esposo trabajaba. Una tarde, mi suegra entró en la habitación. Llevaba un sobre grueso en las manos. Se lo entregó en silencio a mi esposo.
Él lo abrió. Su rostro se ensombreció, sus manos empezaron a temblar.
—¿Qué es eso? —pregunté, sintiendo ya el miedo en el pecho.
Me miró como si fuera una completa desconocida.
—Prepara tus cosas —dijo con voz helada—. Y vete de mi casa con la niña. Tienes una hora…
Resultó que en el sobre había una prueba de paternidad negativa.
Algo se rompió dentro de mí. Intenté explicárselo, le rogué que al menos me escuchara.
—¿Estás loco? ¡Es tu hija! ¡Nunca te he sido infiel!
—¡Deja de mentir! ¡El resultado del ADN está claro como el agua! —gritó, apretando los puños.
Mi suegra estaba en una esquina sonriendo.
Me echaron de la casa esa misma noche. Con mi pequeña hija en brazos, me quedé bajo la lluvia torrencial sin saber a dónde ir.
Semanas después logré refugiarme en casa de una amiga. Apenas podía mantenerme en pie por las noches sin dormir y la desesperación. Pero en mi interior ardía una pequeña chispa: sabía que tenía que llegar a la verdad.
Encontré el laboratorio donde supuestamente se había hecho la prueba. Pedí que repitieran el análisis de ADN.
Y la verdad salió a la luz.
Resultó que mi suegra había usado documentos falsificados — ella misma había manipulado los resultados. La prueba verdadera confirmó que mi esposo era el padre de la niña.
Le envié los resultados. Y por primera vez en todo ese tiempo me devolvió la llamada, con la voz temblorosa:
—Perdóname… yo… no sabía…
—Le creíste más a un papel que a mí —le respondí—. Y permitiste que tu madre destruyera nuestra familia.
Me suplicó que regresara, pero yo ya no podía.
Elegí por mí y por mi hija. Nos las arreglaremos. Sin ellos.