Mi esposo estaba de viaje, y cada noche a las 11 en punto mi vecino venía a golpear la puerta. Aquella vez me atreví a abrir con un camisón de tirantes finos…

Mi esposo estaba fuera por trabajo, y justo a las 11 de la noche mi vecino golpeaba la puerta insistentemente. Al principio pensé que sería alguna urgencia, pero después de varios días así, empecé a sentirme incómoda y confundida.

Esa noche, con el corazón latiendo fuerte, me atreví a abrir la puerta con un camisón de tirantes delgados, las manos temblando. Mi vecino no dijo nada, simplemente me puso en la mano algo blando, tibio.

Mi mente se descontroló, mi corazón quería salirse del pecho. Pero apenas 5 minutos después, al encender la luz y mirar bien, me quedé helada: era… un gatito empapado, temblando bajo la lluvia.

Mi vecino se rascó la cabeza y sonrió nervioso:
—“Se pasó la noche maullando en mi casa, creo que extrañaba a su dueña. Temí que no pudieras dormir, así que lo traje de vuelta.”

Yo me quedé de piedra, el rostro encendido de vergüenza y alivio al mismo tiempo. Pero justo en ese instante, la puerta trasera se abrió: mi esposo había regresado antes de lo previsto y presenció la escena —yo en un camisón fino, con el vecino a mi lado en plena noche de lluvia…

El ambiente se volvió denso de repente, un verdadero huracán estaba por empezar.

Mi esposo se quedó congelado en la entrada, con gotas de lluvia corriendo por su chaqueta, la mirada fija en la escena: yo en camisón, cargando el gatito mojado, mientras el vecino sonreía incómodo.

Apretó con fuerza la manija de su maleta, el rostro sombrío:
—“Me ausento unos días… ¿y en casa ya se divierten así?”

Sentí que el alma se me desplomaba. Tartamudeando, intenté explicar:
—“No es lo que piensas, es solo el gato… él lo trajo porque estaba perdido.”

El vecino también se apresuró:
—“No malinterprete, solo vine a devolver el gato.”

Pero mi esposo soltó una risa amarga, con la mirada afilada:
—“¿A medianoche, los dos juntos así, y quieren que lo crea?”

El silencio era pesado, solo se escuchaban las gotas de lluvia golpeando el techo. Yo, temblando, abracé fuerte al gato, con lágrimas en los ojos. Sabía que ninguna explicación sería suficiente para borrar la imagen que él ya había grabado en su mente.

Puse el gato en el suelo y lo miré a los ojos, con voz entrecortada pero firme:
—“Si confías en mí, entenderás. Si ya decidiste desconfiar, nada de lo que diga cambiará tu idea.”

Él no respondió, solo apretó los puños, y después entró al cuarto, cerrando la puerta de golpe, dejándome con el vecino bajo la luz amarilla del pasillo.

El vecino bajó la cabeza, incómodo:
—“Perdón… no imaginé que causaría esto.”

Forcé una sonrisa amarga y negué con la cabeza, cerrando la puerta. Esa noche me quedé en el sofá abrazando al gato, llorando en silencio, con el corazón hecho piedra.

De un malentendido mínimo, había nacido una tormenta dentro de un matrimonio que parecía tranquilo. Yo sabía que, desde esa noche, ya nada volvería a ser como antes.

Quizá… un simple gatito mojado había revelado una verdad dolorosa: en el matrimonio, cuando la confianza se quiebra, es casi imposible volver a unirla.