Mi esposa murió y eché al hijo que decía ser “ajeno” fuera de mi casa. Diez años después, descubrí una verdad que me destrozó…

Arrojé la mochila vieja al suelo y miré al muchacho de 12 años con frialdad.
—“Lárgate. No eres mi hijo. Mi esposa ya murió y no tengo obligación de mantenerte. Vete a donde quieras.”

Él no lloró. Solo bajó la cabeza, recogió su mochila y se fue, sin pedir clemencia.

Diez años después, cuando la verdad salió a la luz, deseé poder regresar el tiempo.

Me llamo Javier, tenía 36 años cuando mi esposa, Mariana, murió de un derrame cerebral. Se fue de manera repentina, dejándome solo con un niño de 12 años llamado Mateo. Pero Mateo no era “mi hijo”… al menos eso creí. Era el hijo que Mariana había tenido antes de conocerme.

Cuando la conocí, ella tenía 26 años, marcada por una relación sin nombre y un embarazo en soledad. La admiré por su valentía y acepté casarme con ella. También acepté al niño, aunque en mi interior nunca lo sentí mío. Lo crié como una obligación, no con amor verdadero.

Cuando Mariana murió, ya no había nadie que me uniera a él. Mateo era callado, educado, pero distante. Tal vez sentía lo que yo nunca le confesé: jamás lo quise de corazón.

Un mes después del funeral, lo eché de casa. Pensé que suplicaría, pero no: solo se fue bajo la lluvia, con su mochila vieja. Y yo, sin remordimientos. Vendí la casa y me mudé a otro barrio. Me fue bien en los negocios, tuve otra mujer, y nunca más volví a preocuparme por Mateo. Al principio lo recordaba por curiosidad: ¿dónde estaría? ¿seguiría vivo? Pero pronto el tiempo apagó hasta esa curiosidad. Llegué a pensar: “Si murió, quizá hasta me quitó un peso de encima.”

Hasta que un día, diez años después.

Recibí una llamada de un número desconocido:
—“¿Señor Javier? ¿Podría asistir a la inauguración de la galería de arte MG en la calle Insurgentes este sábado? Hay alguien que quiere verlo.”

Estuve a punto de colgar, pero la última frase me heló:
—“¿No quiere saber de Mateo?”

Mi corazón dio un vuelco. Hacía diez años que no escuchaba ese nombre. Contesté seco:
—“Iré.”

El día de la inauguración, la galería estaba llena. Paredes blancas, cuadros modernos, un aire frío y solitario en cada pintura. Leí la firma: MG. Tres letras que me estremecieron.

—“Buenas noches, señor Javier.”

Me giré. Frente a mí estaba un joven alto, delgado, con mirada profunda y serena. Era Mateo. Ya no era el niño flaco que eché a la calle. Era un hombre hecho y derecho.

Balbuceé:
—“Tú… ¿cómo…?”

Él me interrumpió con voz suave, pero cortante como navaja:
—“Solo quiero que vea lo que mi madre dejó… y lo que usted abandonó.”

Me llevó frente a un cuadro cubierto con una tela roja.
—“Lo pinté para usted. Se llama Mamá. Nunca lo he mostrado, pero hoy quiero que lo vea.”

Descubrí el lienzo.

Era Mariana en su lecho de muerte, demacrada, con la mano aferrando una fotografía: la única que nos habíamos tomado los tres juntos, cuando fingíamos ser una familia.

Me desplomé.

Mateo continuó, implacable:
—“Antes de morir, mamá dejó un diario. Ella sabía que usted nunca me quiso. Pero confiaba en que un día lo entendería. Porque… yo no era hijo de nadie más. Yo era su hijo.”

Sentí que me ahogaba.
—“¿Qué…?”

—“Sí. Usted es mi padre. Mamá nunca se lo dijo porque temía que se quedara solo por obligación. Llegó embarazada antes de la boda para probar si la aceptaría con todo y ‘un hijo ajeno’. Luego quiso decirlo, pero la enfermedad la venció. Yo lo supe años después, al encontrar el diario escondido en la vieja casa.”

Todo se vino abajo. Había echado a mi propio hijo.

Corrí tras él, temblando:
—“Mateo… espera. Si hubiera sabido… si hubiera sabido que eras mi sangre…”

Él me miró, con calma y distancia:
—“No vine para escuchar excusas. Ni para ser aceptado. Vine para que sepa que mamá nunca lo engañó. Ella calló por amor. Usted me soltó por miedo.”

No tuve respuesta.

—“No lo odio. Si no me hubiera echado, quizá nunca habría tenido la fuerza de llegar hasta aquí.”

Me entregó un sobre. Dentro estaba una copia del diario de Mariana. Las últimas páginas, escritas con letra temblorosa:

“Si algún día lees esto, perdóname. Callé porque temía que solo me amaras por compromiso. Pero Mateo es tu hijo. Desde que supe que lo llevaba en mi vientre, quise decírtelo. Pero vi tus dudas… y me acobardé. Soñaba con que lo quisieras como padre, de verdad, y entonces la sangre no importaría.”

No pude contener las lágrimas. Todo lo perdí: como esposo, como padre.

Mateo se marchó. Y yo entendí que había perdido a mi hijo dos veces: la primera, al echarlo de casa; la segunda, para siempre.