Luis… Diego… Mateo… ¿por qué tuvieron que irse de una manera tan dolorosa…?

Era una tarde de mayo, el aire pesado y cálido, con el canto incesante de las cigarras resonando por todo el pueblo. En aquel pequeño poblado a orillas del río Lerma, la gente celebraba el fin del año escolar. Por el camino de tierra que conducía a la entrada del pueblo, tres niños caminaban con orgullo, certificados en mano y sonrisas radiantes: Luis, Diego y Mateo — tres alumnos de segundo grado que acababan de terminar su primer año en la primaria.

Luis era el mayor de los tres, ágil y travieso. Diego, tímido y algo vergonzoso, siempre iba detrás de Luis como una sombra leal. Mateo, con sus grandes ojos brillantes, el cabello recogido con un lazo rosa y una sonrisa pura como la mañana, era la alegría de toda la clase. Los tres venían de familias humildes, con padres agricultores o jornaleros que trabajaban de sol a sol. Pero en sus miradas infantiles solo había inocencia y la emoción por sus primeras vacaciones de verano como estudiantes.

Al salir de clases, dejaron las mochilas en casa y se reunieron de nuevo frente a la escuela. Luis silbó, golpeándose el pecho con orgullo:
—¡Conozco un lugar buenísimo para refrescarse, vamos al río Lerma!

Diego dudó:
—Pero mi mamá me dijo que no me acercara al río… el agua es muy profunda.

Luis se rió:
—¡Con este calor el río está bajo! Hace unos días vi a gente cruzando a pie. Vamos, aunque no nademos, al menos vemos cómo es.

Mateo, entusiasmada, asintió con los ojos brillantes:
—¡Vamos! Nunca he visto el río Lerma. Mamá dice que es enorme…

Así, los tres montaron en sus bicicletas rumbo a la orilla. El camino de tierra estaba lleno de piedras, las bicicletas se sacudían, pero sus risas superaban el sonido del viento de la tarde.

La tarde avanzaba. El Lerma fluía tranquilo en apariencia, pero bajo la superficie se escondían remolinos peligrosos que ningún niño podría prever. Las lluvias recientes habían hecho subir un poco el nivel del agua, cambiando la corriente y profundizando los pozos. Sin embargo, ese día el sol brillaba, y la superficie del río centelleaba como una invitación dulce… pero mortal.

Luis fue el primero en entrar al agua. El frescor le hizo gritar de alegría. Diego se quedó en la orilla, dudando, mientras Mateo, con los pies apenas mojándose, sonreía:
—¡El agua está deliciosa! Como en un sueño…

El viento movió las hojas de los árboles. Todo parecía en calma, hasta que… Luis gritó con desesperación. Había pisado un banco de arena profundo y la corriente lo arrastró, el remolino ahogando su voz débil:
—¡Ayúden… ayúdenme!

Diego se quedó paralizado un instante, luego, por puro instinto, se lanzó al agua para alcanzarlo. Pero él también fue atrapado por la corriente. Sus brazos pequeños luchaban contra el agua, su boca se llenó de barro antes de que pudiera gritar.

Mateo, en la orilla, gritaba y lloraba, intentando correr a pedir ayuda, pero tropezó. El lazo rosa salió volando, su cabello se soltó, y una ola que subía por la orilla la alcanzó, arrastrándola. En cuestión de minutos, los tres desaparecieron en las entrañas del río.

Se fueron… en silencio, como un sueño que se disuelve en la tarde de verano.

Al atardecer, un pescador encontró una sandalia de hule nueva flotando en el agua. Al mirar a la orilla, vio tres bicicletas tiradas, un lazo rosa enredado en una rama y huellas pequeñas marcadas en la arena.

El grito de alarma se escuchó en todo el pueblo. Los adultos dejaron su trabajo y corrieron al río. Llamaron a los rescatistas, y las lanchas de madera recorrieron el cauce toda la noche. La lluvia cayó de repente, como si el cielo llorara. Tres días de búsqueda, entre la esperanza y la desesperación.

El cuerpo de Luis apareció primero, atrapado entre las raíces bajo un puente. Lo envolvieron en una sábana blanca. Su rostro estaba amoratado, y en su mano cerrada aún tenía una piedra que antes había prometido regalar “como recuerdo de verano”.

Mateo fue hallada a la mañana siguiente, con el cabello enmarañado y el lazo rosa perdido en el barro. Yacía inmóvil, como dormida, pero sus ojos no volverían a abrirse. Su sueño de conocer la ciudad de México jamás se cumpliría.

Diego fue el último en aparecer, a casi cien metros del lugar donde desapareció, atrapado bajo un matorral. En su bolsillo aún llevaba la canica verde que Luis le había dado días antes. Su padre, un hombre delgado y curtido por el sol, abrazó el cuerpo de su hijo y gritó bajo la lluvia como un animal herido. La madre de Mateo se desplomó, sin lágrimas ya. La abuela de Luis se sentó junto al ataúd, abrazando la camisa favorita de su nieto, murmurando:
—Luisito… vuelve con tu abuela… ¿no tienes frío?

El funeral se llevó a cabo en una mañana gris. Lloviznaba. Tres pequeños ataúdes blancos, uno al lado del otro, entre llantos y humo de incienso. Los compañeros de la clase 2A1 hicieron fila con flores blancas en la mano. En el salón, tres pupitres vacíos cubiertos con manteles blancos recordaban la ausencia.

El Lerma siguió fluyendo. Sus ondas pequeñas parecían indiferentes. Pero desde ese día ya no fue un lugar de juegos, sino un sitio marcado por el dolor, una advertencia grabada en el corazón de todos.

Solo quedaron unas hojas de cuaderno mojadas, una canica verde y un lazo rosa: todo lo que restaba de esos tres pequeños ángeles. Sus sueños, sus promesas, todo se esfumó como espuma en el agua.

Y el pueblo sigue llamando…
“Luis… Diego… Mateo… ¿Por qué tuvieron que irse de una manera tan dolorosa?”