LA SEMILLA DE LA SOMBRA /btv1
En un pueblo escondido entre los cerros secos del norte de Veracruz, donde los caminos se cubren de polvo rojo y las casas parecen sobrevivir al tiempo a base de rezos y secretos, vivía Julia, una joven recién casada con Mario, el hijo menor de la familia Almazán.
Los Almazán eran respetados —y temidos—. La matriarca, Doña Eustaquia, era una mujer de mirada hundida y manos siempre manchadas de hierbas. Nadie en el pueblo la confrontaba. Se decía que en las madrugadas se veían sombras salir de su casa rumbo al río, y que las gallinas de los vecinos amanecían secas, sin una gota de sangre, pero sin heridas. A pesar de eso, Mario insistía en que su madre solo era “una señora vieja de campo”. Julia no podía oponerse a su amor.
Se casaron en la iglesia del pueblo. Pero desde esa noche, Julia comenzó a sentirse observada. Cuando dormía junto a Mario, sentía un aliento caliente detrás de su cuello, como si alguien más estuviera en la cama. Soñaba con charcos negros y animales retorcidos que salían de su ombligo. Y cuando se despertaba, su camisón estaba mojado, pero no de sudor: de algo espeso, viscoso y oscuro.
Después del nacimiento de su primer hijo, los sueños se intensificaron. Y lo peor vino dos meses después. Julia comenzó a notar cómo su vientre se hinchaba. Al principio pensó que era algo normal postparto. Pero el dolor comenzó a crecer. Un ardor profundo, como si le enterraran brasas vivas en las entrañas. Su piel se volvió pálida, y no podía mantener bocado. Cada noche, su estómago se movía solo, como si algo pateara dentro de ella.
Mario la llevó con tres doctores. Todos le hicieron estudios. Ninguno encontró nada. “Tal vez un embarazo psicológico”, dijeron. Pero Julia sabía. Sabía que lo que llevaba adentro no era humano.
La madre de Julia, Doña Tomasa, vivía en un pueblo a dos horas de distancia. Cuando se enteró, viajó con su esposo, Don Abel, a buscarla. Al verla, Doña Tomasa no dudó. Le gritó a Mario que era su culpa por vivir bajo el techo de la bruja, y sin esperar respuesta, se la llevó a rastras.
Pero no la llevaron a un hospital. La llevaron con Don Macario, un curandero antiguo, ciego de un ojo y con la espalda tan encorvada que parecía que siempre estuviera saludando al suelo. Vivía al final de un camino sin nombre, en una casa de adobe con cráneos de animales colgados del techo.
Al entrar, Don Macario no hizo preguntas. Solo se acercó a Julia, olfateó su vientre, y murmuró:
—“Si se esperan un día más, esta niña no amanece.”
Le dio una infusión que olía a tierra podrida y orina de animal. Julia se resistió, pero su madre le obligó a beber. Minutos después, cayó en un trance violento. Vomitó espuma negra. Gritaba en lenguas que no conocía. Y entonces, comenzó a pujar.
Lo que salió de entre sus piernas no fue humano. Fue un pato completamente negro, cubierto de un líquido espeso como petróleo. No había sangre, no había placenta. Solo una baba negra que olía a huevo podrido y metal oxidado. El pato graznó… y cuando lo hizo, Julia vio que tenía dientes, pequeños, puntiagudos, humanos.
Doña Tomasa intentó matarlo, pero Don Macario la detuvo.
—“No puedes tocar lo que fue gestado con maldición. Tiene que morir solo. O volverá.”
El pato se arrastró hasta la puerta, dejando un rastro negro, y desapareció en el monte.
Julia despertó horas después. Su estómago plano. Sin dolor. Sin fiebre. Como si nada hubiera pasado.
Cuando regresó a casa y le contó a Mario, él no le creyó. Le gritó que estaba loca, que eso había sido un aborto y que su madre nunca haría algo así. Esa noche, discutieron a gritos. Julia decidió irse de la casa. Pero antes de marcharse, miró por última vez el cuarto del bebé… y la cuna estaba vacía. Solo quedaban plumas negras. Y un pequeño charco de baba oscura.
Nunca encontraron al niño. Mario vivió el resto de su vida culpando a Julia por “haber huido con otro”. Pero el pueblo sabía la verdad. Sabían que el niño fue reemplazado desde el vientre. Que Doña Eustaquia, la bruja, había sembrado algo distinto en su nuera. Algo que ahora andaba suelto en los cerros, graznando con lengua de humano y pico de sombra.
Y cuentan que a veces, en las noches sin luna, cuando el silencio lo cubre todo, se escucha ese graznido… y las gallinas amanecen secas, con el corazón desaparecido.