LA MUJER Y LA BOA — “Ella creía que era su amiga… hasta que una noche notó algo inquietante en cómo la observaba…

—No tienes que tenerle miedo a lo que salvas —solía decir ella, acariciando las escamas oscuras que se deslizaban por su brazo—. ¿Verdad que no, Sombra?

Vivía sola, en una casita de madera al borde de la selva. Su única compañía era el canto lejano de los tucanes y el crujir de las ramas al atardecer. Hasta que una tarde, escuchó un sonido suave, casi un gemido, en medio del sendero. Allí estaba: una pequeña boa, herida, débil, a punto de morir. Ella no lo dudó. La envolvió en su chal y se la llevó a casa.

Los días se volvieron semanas, y la serpiente, a la que llamó “Sombra”, comenzó a crecer. Dormía a su lado, se movía entre los muebles como si fuera parte de la casa, y a veces, se estiraba completamente junto a ella en la cama.

—¿Sabes? —le dijo una noche mientras la abrazaba con ternura—. Eres lo más cercano a un abrazo que he sentido en años…

Pero entonces, Sombra dejó de comer.

—¿No te gusta el conejo? ¿Ni el pollo? Vamos, Sombra… tienes que comer algo —le rogaba, preocupada.

Llevó su inquietud al veterinario del pueblo.

—¿Dijo que se estira junto a usted? —preguntó él, con el rostro pálido.

—Sí, cada noche… ¿es normal?

Él la miró fijo, con voz grave:

—Lo hace para medirse. Para saber si ya es lo suficientemente grande como para tragarla entera.

El silencio se hizo eterno.

De regreso a casa, su respiración era temblorosa. No quería creerlo. No podía. Pero esa noche… algo cambió.

En la penumbra, mientras apagaba la última vela, Sombra emergió de entre las sombras, deslizándose sin ruido por el suelo de madera. La miraba. No como antes. No como una compañera. Como algo más.

—Sombra… —murmuró, temblando—, ¿qué estás haciendo?

La serpiente se acercó lentamente, sus ojos fijos, hipnóticos.

La mujer retrocedió. El corazón le golpeaba el pecho como un tambor.

Y entonces…

Sombra comenzó a estirarse. Lenta, deliberadamente. Al lado de su cuerpo. Midiéndola.

—No… no… —susurró ella—. No puedes hacerme esto. Yo te salvé…

 

 

La luz de la vela parpadeó una última vez…
Y justo cuando la mujer dio e

🌙 Capítulo 2: Lo que el fuego revela

La noche era espesa, densa como el miedo que se le había instalado en el pecho.
La mujer apenas podía respirar. Sombra estaba ahí… inmóvil… pero no como antes.
Era una quietud calculada. Una espera.

Encendió todas las velas de la casa. La luz titilante parecía apenas contener el peso de la oscuridad que se arremolinaba en los rincones. Y en medio de todo, esa figura larga y negra, sinuosa, con los ojos dorados como brasas encendidas.

—Sombra… por favor, dime que no es cierto… —susurró, con lágrimas quemándole los ojos.

La boa no respondió, pero se deslizó lentamente hacia ella, silenciosa, elegante, como una pesadilla que no necesitaba hacer ruido para aterrorizar.

La mujer se encerró en la cocina, cerrando la puerta con el pestillo oxidado. Desde dentro, pudo oír el roce seco del cuerpo de Sombra contra el suelo de madera, buscando… oliendo…
Midiendo.

—Yo… te cuidé… te quité las espinas de la piel… te di nombre… —decía en voz baja, como si el dolor pudiera ahuyentar la traición.

El sonido cesó. Un silencio más cruel que el ruido.
Y entonces… algo crujió. No desde la puerta. Desde arriba.

Sus ojos se alzaron hacia el techo de la cocina, y ahí la vio.

Sombra.
Enroscada entre las vigas.
Esperando.

La mujer retrocedió lentamente, tropezando con una olla de barro.

—¡No! ¡No, no, no…!

La boa cayó del techo con un golpe sordo y pesado, como si la misma selva se desplomara sobre el suelo.
La vela más cercana parpadeó… y se apagó.

En la penumbra total, la mujer gritó.

—¡¿POR QUÉ?! —lanzó, entre desesperación y llanto—. ¡¿QUÉ TE HICE PARA QUE ME MIRES ASÍ?!

Y entonces, una voz, grave, imposible, humana, surgió de la oscuridad:

Porque fuiste débil. Porque me hiciste confiar. Y ahora ya no puedo ser lo que era.

La mujer quedó paralizada.
¿Había hablado la serpiente…?
¿O su mente había comenzado a romperse del todo?

Pero no había tiempo para entenderlo.
Sombra se lanzó.

Y justo cuando su cuerpo comenzó a apretarle las costillas, cuando sus uñas arañaban el suelo en busca de escape,
un ruido, fuerteexplosivo, rasgó la noche.

💥

La puerta de la cocina saltó en astillas.

Y una figura apareció entre la luz del fuego…
Alguien que no debería estar allí.
Alguien que sabía más sobre Sombra de lo que jamás confesó.

—¡SUÉLTALA, MALDITA SEA!

📖 LA MUJER Y LA BOA – Parte 3: “La jaula que no viste venir…” 🐍🩸

La vela se apagó con un suspiro de aire…
Y la oscuridad tragó todo sonido, todo pensamiento.

La mujer no gritó. No podía. Su cuerpo estaba paralizado por el miedo. Podía oír el roce húmedo de las escamas contra el suelo, la respiración lenta de algo que se acercaba demasiado.

—Sombra… —susurró una vez más, casi suplicando—. No tienes que hacer esto…

Pero no hubo respuesta.

La serpiente ya no era su compañera. Ya no era la criatura herida que ella había envuelto en su chal. Era otra cosa. Un instinto ancestral, despierto.

Zas.

Algo cayó al suelo detrás de ella. Un frasco de vidrio. La mujer giró apenas el rostro… y en ese breve segundo, sintió la presión.
La envoltura fría y poderosa comenzando en sus tobillos, trepando con firmeza, con hambre.

Su grito, ahogado, se perdió en el crujido del suelo.

Intentó alcanzar la lámpara, la puerta, cualquier cosa… pero Sombra ya la tenía. Y ahora la miraba directamente, su lengua bifurcada rozando su mejilla.

—¡No! —jadeó ella, con la voz rota—. ¡Yo soy tu amiga!

Por un instante… solo un instante… la serpiente pareció detenerse.

Y entonces, un golpe seco sacudió la pared.
Una figura apareció en la puerta, envuelta en luz de luna.

—¡Atrás, maldita bestia! —gritó una voz grave, y el destello de un machete brilló en el aire.

Sombra silbó, furiosa, y se replegó.

La mujer cayó al suelo, jadeando, mientras la serpiente desaparecía entre las sombras, rápida como un rayo.

La figura se acercó, agitada.

—¿Estás viva?

Ella lo miró, temblando.

—¿Quién… eres?

El hombre bajó el machete. Su rostro era familiar. Un vecino, tal vez. Uno de los que siempre pasaban sin saludar, sin mirar siquiera.

—Vi que no ibas al pueblo hace días. Algo me dijo que algo andaba mal.

Ella se tapó la cara con las manos. Lágrimas, rabia… y vergüenza.

—Creí que podía domesticarla… —susurró—. Creí que era mi amiga.

Él la ayudó a levantarse con cuidado. Miró a su alrededor.

—Los animales no conocen la gratitud —dijo con voz baja—. Solo obedecen al hambre.

La mujer miró la casa donde tanto amor había ofrecido… ahora solo llena de miedo y peligro.

Pero lo peor no fue eso.

Porque en la penumbra de la noche, en lo profundo de la selva…
Sombra observaba. Esperando.
No por hambre. No por venganza.
Sino por algo más oscuro.

Porque a veces… lo que tú salvas… es lo que viene a destruirte más lento. Desde adentro.

Y Sombra… aún no había terminado.

📖 LA MUJER Y LA BOA – Parte 4: “La mordida del alma” 🐍💔🌑

El pueblo dormía…
Pero los ojos de la serpiente nunca cerraban.

La mujer, ahora con la casa medio cerrada, vivía como una sombra de sí misma. No dormía. No comía. Solo escuchaba.
Cada roce de rama. Cada crujido de madera.
Porque sabía que Sombra volvería.

—No debiste dejarla ir —dijo el hombre del machete, mientras reparaba la puerta trasera—. Hay que matarla antes de que te mate.

Ella negó, con una mezcla de miedo y devoción absurda en los ojos.

—No entiendes. Ella… ella es más que una serpiente.
—Claro —bufó él—. Una bestia con ojos de demonio.
—¡No! —se volvió ella, con el rostro enrojecido—. ¡Sombra me entiende! Es la única que me ha mirado sin juzgarme, sin hablarme como si fuera una pobre loca del monte.
—Porque no habla —le interrumpió él, seco—. Y lo que no habla, no significa que no piense en comerte.

Esa noche, el hombre se quedó a vigilar.

Pero cuando el primer gallo cantó, él ya no estaba.

Solo quedaba su machete clavado en el suelo… y un rastro viscoso que se deslizaba hacia la selva.

Ella corrió, gritando su nombre, pero fue inútil. Solo el silencio contestó.

Y esa misma noche, Sombra regresó.

Pero no como antes.

No deslizándose.

Sino caminando.

Con piernas humanas. Con brazos cubiertos de escamas.
Con el rostro mitad de mujer… mitad de serpiente.

La mujer cayó de rodillas, los ojos desorbitados.

—¿Qué… qué eres?
Sombra habló. Por primera vez.

—Soy lo que tú hiciste de mí.

—Yo… yo te salvé…
—No. Me formaste. Me alimentaste con tu soledad, tu locura, tus secretos. Me hiciste crecer dentro de ti.

—¡No! ¡Yo te amaba!

Sombra sonrió, mostrando colmillos largos como agujas.

—Entonces ven.

Y extendió la mano escamosa.

La mujer no temblaba.

Solo la miró, por fin entendiendo que ya no había frontera entre lo real y lo salvaje.

Y entonces…

tocó esa mano.

La puerta se cerró tras ellas.
Y nadie volvió a ver a la mujer del monte.

Solo, de vez en cuando, los más ancianos escuchaban el canto arrastrado de dos voces en la selva…

Una humana.
Una… no tanto.

🖤 FIN.

Han pasado seis años desde la desaparición de la mujer. Los ancianos aún cuentan la historia con un estremecimiento en la voz, y los niños la escuchan con ojos abiertos, demasiado grandes para su edad. La casa al borde del bosque fue sellada por la policía, pero nadie tuvo el valor de demolerla. La llaman La Casa del Silencio, porque desde su interior, a veces, se oye un crujido… o un susurro.

Pero la historia no terminó ahí.

Una tarde húmeda, en pleno agosto, llegó al pueblo una joven bióloga llamada Alma Rivera. Venía de la ciudad, enviada por un instituto de conservación para estudiar el comportamiento de las boas en la región. Cuando los aldeanos le mencionaron la leyenda de Sombra, se rió.

—Los animales no actúan por malicia. Solo siguen su instinto —dijo, anotando con interés en su libreta.

—Entonces no entras a esa casa —le advirtió una mujer anciana, con el rostro surcado de arrugas y ojos que ya habían visto demasiadas cosas.

—Es justo lo que voy a hacer.

Y lo hizo.

El día que Alma cruzó el umbral de la casa abandonada, la atmósfera cambió. La puerta se abrió con un quejido, y el aire era espeso, casi fétido. Las ventanas estaban cubiertas de musgo y telarañas, pero en el rincón más oscuro de la sala, algo se movió.

Una enorme boa, inmóvil, con la mirada fija en la visitante.

Pero lo que Alma no esperaba ver… fue lo que había a su alrededor.

El suelo estaba lleno de huesos. Algunos animales. Otros… no.

Con cuidado, Alma levantó su cámara y comenzó a grabar. Pero algo no cuadraba. La boa no se movía. Parecía… petrificada. Literalmente. Como si el tiempo la hubiera atrapado allí, en esa posición de eterna vigilancia.

—¿Sombra? —murmuró, sin saber por qué.

Entonces lo escuchó.

Un silbido.

No venía de la boa.

Venía del bosque.

Y era… humano.

Una voz suave, femenina, como un canto perdido entre las hojas. Alma, intrigada, salió de la casa siguiendo el sonido, adentrándose en la selva. Cuanto más se alejaba, más fuerte era el canto, más claro. Era como si alguien la llamara.

Hasta que la encontró.

Sentada en medio del claro, rodeada de serpientes que se deslizaban suavemente a su alrededor, estaba una mujer. Su cabello era largo y oscuro, su piel pálida, sus ojos… no eran humanos.

Eran como los de una boa.

—¿Buscas a Sombra? —preguntó la mujer, con una sonrisa que helaba la sangre.

—¿Quién… quién eres tú? —balbuceó Alma.

—Yo era como tú. Una mujer solitaria. Una mujer confiada.

—¿La mujer que desapareció?

La figura sonrió más amplio. Sus pupilas se estrecharon como las de una serpiente.

—Sombra no me devoró. Yo la devoré a ella.

Alma dio un paso atrás, pero ya era tarde. Las serpientes a su alrededor levantaron sus cabezas al unísono.

La historia que el pueblo recordaba… era solo una mitad.

La otra mitad recién empezaba.