En la noche de bodas, él me atrajo hacia su pecho y me mostró algo…
Me encontraba frente al espejo, con el vestido de novia blanco abrazando mi figura, pero con el corazón pesado. Faltaban solo tres días para la boda, y sin embargo, Luis —mi prometido, el hombre al que había amado y en quien había confiado durante tres años— desapareció de repente. Sobre la mesa dejó una breve carta con unas líneas garabateadas: “Lo siento, no puedo casarme contigo. Me he enamorado de otra mujer. Perdóname.”
La familia del novio estaba hecha un caos, la mía, conmocionada. Mi madre se desmayó de la impresión, mi padre suspiraba resignado, y yo me quedé paralizada. Pero por el honor de ambas familias, no podíamos cancelar la ceremonia. Tras una noche de tensas discusiones, la familia de Luis propuso una solución inesperada: su hermano menor, Mateo —a quien solo había visto un par de veces en reuniones familiares— ocuparía su lugar como novio. No tuve derecho a negarme. Asentí como una marioneta, con el corazón lleno de rabia y humillación.
El día de la boda transcurrió en un ambiente forzado. Mateo, con un rostro frío y una mirada difícil de descifrar, me tomó de la mano para entrar juntos al salón. No habló mucho, solo cumplió con lo que dictaba el protocolo. Lo observé, tratando de encontrar algún indicio de emoción, pero solo hallé distancia. Me preguntaba si acaso me compadecía o si él también era simplemente una víctima de este honor familiar.
La noche de bodas, me senté acurrucada en la cama, ya con el vestido cambiado por un fino camisón. Mateo entró, aún con la misma expresión seria. Me preparaba para una larga noche de silencio, pero de pronto, me atrajo hacia su pecho. Me sobresalté e intenté apartarme, pero su fuerza me lo impidió.
—No tengas miedo —susurró, con una voz grave y sorprendentemente suave—. Quiero que veas algo.
Sacó de su bolsillo un teléfono viejo, con la pantalla arañada. Reprodujo un video, y casi dejé de respirar al verlo. Era Luis, sentado en una habitación oscura, atado fuertemente a una silla. El sudor le corría por la frente, y sus ojos estaban llenos de pánico. Una voz fría resonó en la grabación: “Si no desapareces antes de la boda, ella morirá.” Reconocí de inmediato a la mujer de la que hablaban: Carla, mi mejor amiga, a quien Luis siempre me dijo que veía como a una hermana.
Me giré hacia Mateo, con la mente dando vueltas.
—Esto… ¿qué significa?
Mateo me miró, y su mirada ya no era fría, sino decidida.
—Luis no huyó porque amara a otra. Lo obligaron. Encontré esta pista hace unos días, pero no tuve tiempo de detenerlo. Acepté casarme contigo para protegerte y ganar tiempo para rescatar a mi hermano.
Me quedé sin palabras. Todo lo que había pensado sobre la supuesta traición de Luis era una farsa. Pero lo que hizo que mi corazón latiera más rápido fue la forma en que Mateo añadió:
—No voy a permitir que te hagan más daño. A partir de ahora, te protegeré… no por mi hermano, sino porque yo quiero hacerlo.
Esa noche de bodas, en lugar de lágrimas de humillación, sentí un atisbo de esperanza. Pero, en el fondo, sabía que esta historia apenas comenzaba, y que el secreto detrás de aquel teléfono nos arrastraría a una tormenta aún mayor.