“El último despertar de doña Clara” /btv1
A sus 75 años, doña Clara era de esas mujeres que ya casi no se ven. De manos arrugadas pero firmes, de mirada suave pero profunda, de corazón grande, lleno de recuerdos y cicatrices. Había vivido muchas cosas en su vida: la pérdida de su esposo cuando aún era joven, la lucha diaria por criar sola a sus dos hijos, Marta y Juan, y los años de trabajo incansable para que a ellos nunca les faltara nada.
Durante mucho tiempo pensó que su esfuerzo sería su legado. Que sus hijos, al crecer, la verían con respeto, con cariño, con gratitud. Pero con el paso de los años, Clara se dio cuenta de que no siempre la vida devuelve lo que uno da.
Marta, su hija menor, volvió a casa después de un divorcio complicado. Al principio, Clara la recibió con los brazos abiertos. Le dijo que siempre tendría un lugar con ella. Marta le prometió que era algo temporal, “nada más mientras me estabilizo, mamá”, pero los meses se volvieron años, y las promesas se volvieron excusas.
Poco a poco, Clara dejó de ser la madre y se convirtió en la criada. Cocinaba, lavaba, limpiaba, cuidaba a los nietos, y todo mientras Marta se pasaba el día frente al celular, dando órdenes con tono de reina caprichosa.
—Mamá, la sopa ya se enfrió. ¿Siempre tienes que ser tan lenta?
—Perdóname, hija, ya la recaliento…
La voz de Clara era cada vez más bajita. Cada día se sentía menos persona y más sombra. Lo más doloroso era que Marta no parecía notarlo. Ni una palabra amable, ni un “gracias”. Solo críticas, exigencias y comentarios que dolían más que cualquier enfermedad.
—¡Mamá! ¿Por qué dejaste los platos mal lavados? ¿No ves que no sirves para nada?
Clara se tragaba las lágrimas. Nunca quiso ser una carga. Nunca pensó que terminaría siendo humillada en su propia casa.
Juan, su hijo mayor, vivía en otra ciudad. Siempre ocupado con su trabajo de arquitecto, llamaba de vez en cuando, pero Clara nunca le contaba la verdad. No quería preocuparlo. Siempre decía lo mismo: “Estoy bien, mijo. Marta me cuida mucho”.
Pero la verdad era otra. Y Clara ya no podía más.
Una tarde, mientras preparaba la cena, sus manos temblaron tanto que la olla resbaló y se estrelló contra el suelo. Los platos rotos quedaron como testigos del colapso de una vida entera.
—¡Eres un desastre, mamá! ¡Ya no haces nada bien! —gritó Marta.
Clara sintió que algo dentro de ella se rompía también. Ya no era solo cansancio físico. Era el alma la que pedía auxilio.
Salió al patio con paso lento, con los ojos húmedos. Buscó su celular y, temblando, marcó el número de su hijo.
—¿Mamá? —contestó Juan, extrañado por la llamada a esa hora.
—Hijo… —la voz de Clara se quebró—. No sé cómo decirte esto… pero ya no puedo más. Marta me trata como si no valiera nada. Estoy agotada, Juan.
Hubo un largo silencio al otro lado. Juan, que siempre había visto a su hermana como la fuerte, no podía creer lo que escuchaba. Pero algo en la voz de su madre le dijo que esta vez no estaba exagerando.
—Voy para allá, mamá. Hoy mismo.
Esa noche, Juan llegó sin avisar. Tocó la puerta con firmeza. Marta, sorprendida, abrió con una sonrisa falsa.
—¡Juan! Qué milagro, hermano… ¿todo bien?
Pero Juan no estaba ahí para cortesías.
—Mamá me dijo todo, Marta. Ya sé cómo la tratas.
Marta palideció.
—¿Qué? ¿Qué te dijo? ¡Yo la cuido! ¡Todo el día me encargo de ella y de los niños!
—¿Encargarte? No te hagas la víctima. La tienes como esclava. ¡Mi mamá no se merece esto!
En ese momento, Clara salió del pasillo. Su mirada era de miedo, pero también de esperanza. Juan la abrazó como no lo hacía desde que era niño.
—Ya no más, mamá. Empaca tus cosas. Te vienes conmigo.
—Pero hijo… esta es mi casa, mis cosas, mis nietos… —balbuceó Clara, con un nudo en la garganta.
—Lo sé, mamá. Pero lo más importante eres tú. Y si aquí te están apagando la vida, entonces no vale la pena quedarte.
Marta intentó protestar, pero Juan no la dejó hablar. Esa misma noche, metieron lo esencial en unas maletas viejas, y salieron por la puerta sin mirar atrás.
Clara dejó la casa donde crió a sus hijos. Donde había tantas memorias, sí, pero también tanto dolor acumulado. Mientras el coche avanzaba por la carretera, sintió por primera vez en años algo distinto: alivio.
—¿Estás bien, mamá? —preguntó Juan mientras manejaba.
Clara, mirando por la ventana, con los ojos llenos de lágrimas, respondió con voz suave:
—Sí, hijo. Estoy bien. Por fin.
Y así, doña Clara no solo cambió de casa. Cambió de vida. Dejó de ser invisible, dejó de callar, y comenzó una nueva etapa. Tal vez con menos fuerza en las piernas, pero con más dignidad en el alma.
Porque a veces, el último despertar… es el más valiente de todos.