El suegro reunió a toda la familia para anunciar que quería volver a casarse. Los hijos lo apoyaron con alegría porque tendría quien lo cuidara en la vejez. Pero el día de la presentación… la nuera se derrumbó al ver a la nueva madrastra…
Mi suegro ya tiene más de 70 años, su salud se ha deteriorado y ha sido hospitalizado varias veces por las enfermedades de la edad. Un día reunió a toda la familia, con una voz firme y decidida, dijo:
—“Hijos, lo he pensado bien… quiero volver a casarme. Tener compañía, alguien que me cuide en esta vejez, también es una felicidad al final de la vida.”
Todos quedamos sorprendidos, pero después reinó la alegría y el apoyo. Todos pensaban: si hay alguien que lo cuide en la enfermedad, los hijos y nietos tendremos menos preocupaciones. Ese día, el ambiente estaba lleno de consenso y satisfacción.
Se fijó la fecha de la presentación y todos esperaban con entusiasmo. Yo —la nuera, siempre encargada de mantener el orden en la familia— también me dije a mí misma que debía recibir con apertura a la nueva “madrastra”.
Pero… en el instante en que aquella mujer entró en la sala, me quedé helada. Mis manos temblaban, la sangre se me fue del rostro. Porque frente a mí, la mujer joven y hermosa que todos recibían con alegría era… la misma que había tenido una relación secreta con mi esposo.
Mi corazón se desbocó, mi mente giraba sin control. Recordé los mensajes a escondidas en la madrugada, las veces que mi esposo inventó excusas para llegar tarde… Todo lo que había sospechado en silencio ahora estaba ahí, delante de mí, entrando con el título de “madrastra”.
El aire de la sala se volvió irrespirable. Yo quería gritar, quería desenmascararla en ese mismo momento, pero al ver los ojos ilusionados de mi suegro y de toda la familia, sentí mi garganta cerrarse y las lágrimas al borde de caer.
Me mordí los labios, el corazón hecho pedazos. Todos la saludaban efusivamente, mientras mi esposo agachaba la cabeza, evitando mi mirada. Ese silencio suyo fue como mil cuchilladas.
Mi suegro, emocionado, la presentó:
—“Esta es mi nueva compañera de vida. Gracias a ella ya no estaré solo.”
La sala estalló en aplausos y felicitaciones. Solo yo, la nuera, me quedé petrificada.
Esa noche, cuando todos se fueron, busqué a mi esposo. Con voz temblorosa pero firme le dije:
—“¿Eres capaz de mirarme a los ojos y decir que nunca tuviste nada con ella?”
Él guardó silencio. Sus manos temblaban, el sudor resbalaba por su frente. Esa ausencia de palabras fue la respuesta más cruel.
Las lágrimas cayeron por mis mejillas. Suspiré, con la voz quebrada:
—“Me traicionaste, y ahora quieres convertir a tu amante en… ¡mi madrastra! No voy a soportar esta humillación. Si papá necesita cuidados, yo puedo hacerlo, pero jamás permitiré que esa mujer, que destruyó mi familia, entre aquí con ese papel.”
Mis palabras dejaron la sala en silencio absoluto. Mi suegro me miraba, confundido, con las manos temblorosas:
—“¿Qué dices, hija? ¿Es cierto?”
Saqué mi teléfono y mostré los mensajes que había guardado desde hacía tiempo. Cada palabra coqueta, cada cita secreta apareció ante sus ojos.
Nadie pudo decir nada. Mi suegro se desplomó en la silla, con el rostro desencajado. La mujer se puso pálida, balbuceando excusas, pero su voz temblaba y la verdad se hacía más evidente con cada palabra.
Finalmente, mi suegro golpeó la mesa, con lágrimas en los ojos:
—“He sido un viejo ciego, casi hago pasar a la familia una vergüenza. Gracias, hija, por defender el honor de esta casa.”
Ella recogió sus cosas en silencio, y salió cabizbaja bajo las miradas de desprecio. Mi esposo, con la cabeza gacha, no se atrevió a levantar los ojos.
Esa noche encendí un incienso frente al altar de mi suegra fallecida y recé en silencio:
—“He protegido este hogar, pero ha llegado el momento de dejar atrás un matrimonio podrido. Desde ahora viviré por mí, sin más sufrimiento.”
La llama del incienso iluminó mi reflejo en el espejo: ya no era una mujer débil, sino alguien que había aprendido a levantarse y a defender con orgullo su dignidad.