Él solía decir: “Si tú escribes un libro, yo seré el primero en leerlo.” /btv2

Estaba sentada en una esquina del salón, bajo la luz tenue de una antigua lámpara de araña que iluminaba los rostros, algunos familiares, otros casi irreconocibles. Habían pasado diez años desde que terminamos la preparatoria, y era la primera vez que asistía a una reunión de exalumnos. No porque no quisiera, sino porque tenía miedo. Miedo de verlo a él —a Daniel, mi primer amor, quien había sido todo mi mundo en los años de juventud ingenua.

Daniel estaba sentado justo frente a mí, separado por una larga mesa cubierta con un mantel blanco. Seguía teniendo esos ojos profundos y esa sonrisa suave, aunque ahora con un toque de melancolía que solo el tiempo puede dejar. Durante todo el evento no cruzamos palabra. Yo fingía estar atenta a las historias de los demás, a sus risas cuando alguien recordaba anécdotas viejas. Pero mi corazón latía sin control, arrastrándome de nuevo a aquellos días en que él y yo caminábamos tomados de la mano bajo los árboles de jacarandas en el patio de la escuela.

Sentía que él también lo notaba. En más de una ocasión, sorprendí su mirada sobre mí, pero él la desviaba de inmediato, como si los dos estuviéramos huyendo de una herida que nunca terminó de cerrar. Me preguntaba: ¿Recordará las promesas que nos hicimos? ¿O todo eso se desvaneció como una niebla lejana?

Conocí a Daniel en segundo año, cuando nos asignaron juntos en el curso de matemáticas en una academia del centro de Guadalajara. Él era el mejor estudiante del colegio: callado, brillante, magnético. Yo, en cambio, era solo una chica común, risueña, algo torpe. Tal vez fueron esas diferencias las que nos acercaron.

Nuestro amor empezó con notitas pasadas en clase, con paseos en bicicleta bajo los atardeceres anaranjados y con noches en el parque soñando en voz alta. Él quería ser arquitecto, construir puentes que unieran distancias. Yo soñaba con ser escritora, contar historias que hicieran llorar. Él solía decir: “Si tú escribes un libro, yo seré el primero en leerlo.”

Pero el primer amor, por más hermoso que sea, es frágil como la flor del tabachín. En el último año, entre la presión de los exámenes y pequeños malentendidos, nos alejamos. Yo lo acusaba de distante, él decía que no lo entendía. Hasta que una tarde, después de una discusión amarga, Daniel dijo: “Tal vez deberíamos dejarlo, por el bien de ambos.” No lloré frente a él, pero esa noche me deshice en llanto hasta quedarme dormida.

Después de eso, desapareció. Se fue a estudiar a Barcelona, y yo me quedé, con un corazón lleno de escombros.

La reunión llegó a su fin. Todos empezaron a abrazarse, prometer futuros encuentros. Yo recogí mis cosas en silencio, evitando su mirada. Pero al salir del restaurante, Daniel apareció a mi lado. No dijo nada. Solo puso una libreta vieja en mis manos —de cuero desgastado, con las esquinas rotas— y se perdió entre la gente antes de que pudiera decir palabra.

Me quedé paralizada, la libreta temblando entre mis manos. Se me hacía conocida, como si ya la hubiera visto antes. No la abrí de inmediato. Esperé hasta estar en casa, sola, con la respiración agitada y el corazón lleno de preguntas.

Esa noche, bajo la luz tenue de mi habitación, la abrí. Y lloré. Lloré como no había llorado en años.

Era el diario de Daniel. Lleno de páginas escritas durante los días que estuvimos juntos. Había recuerdos, pensamientos, confesiones… incluso relatos de cómo me observaba en silencio después de la ruptura. Pero lo más devastador estaba al final.

Daniel escribía que nunca quiso dejarme. La verdadera razón era que había sido diagnosticado con una enfermedad rara, potencialmente mortal. No quería que yo sufriera su pérdida, así que eligió alejarme. En una página temblorosa contaba cómo se quedaba parado bajo mi ventana, escuchándome llorar, sin atreverse a tocar la puerta. “Si supieras la verdad, no me perdonarías,” escribió. “Pero preferí que me odiaras antes que verte sufrir.”

En la última hoja, había una carta que nunca me envió.

Contaba que tras irse a Barcelona, luchó con la enfermedad y, contra todo pronóstico, logró superarla. Pero nunca se atrevió a buscarme de nuevo, por miedo a haber llegado tarde, a que ya tuviera otra vida, otro amor. “Si estás leyendo esto,” decía, “te pido perdón. No espero que regreses. Solo quiero que seas feliz.”

Acaricié las páginas y solté un llanto profundo, liberador. Todo ese tiempo que lo culpé, él lo pasó en silencio, cargando su cruz. Todo ese amor no se había extinguido, solo se había escondido tras una puerta cerrada por el miedo.

A la mañana siguiente, con el corazón en la mano, fui a la dirección que él había escrito al final del diario. Una casa sencilla en las afueras de Guadalajara. Cuando abrió la puerta y me vio, no dijimos nada. Solo lo abracé.

No prometimos volver a empezar. Pero sabíamos que en ese abrazo, recuperábamos una parte que creíamos perdida. Ese viejo cuaderno no solo era un recuerdo. Era un puente. No hacia el pasado, sino hacia un nuevo comienzo. Ya no un amor adolescente, sino una conexión más madura, más honesta, tejida con perdón y comprensión.

Volví a casa y abrí mi laptop. Empecé a escribir nuestra historia, palabra por palabra. Y esta vez, sé que él será el primero en leerla.