El esposo se fue al extranjero y cortó toda comunicación, la nuera se quedó cuidando a su suegra paralítica durante 20 años y el final fue inesperado… /btv1

Muchos me han llamado ingenua, incluso tonta. “Si tu esposo te abandonó, ¿para qué cargar con la madre de otro?”, decían. Pero ellos no saben que hay lazos que no son de sangre, pero se atan al alma como si fueran destino.

Era marzo en Veracruz y la llovizna fina empapaba las calles polvorientas del pueblo de San Lucas. Las gotas caían sobre mi rebozo marrón, haciéndolo más pesado. Caminaba despacio, con el cuerpo encorvado por los años y el trabajo, rumbo a la pequeña casa de paredes descascaradas donde había vivido los últimos veinte años. En el interior, sobre una cama de madera junto a la ventana, yacía doña Rosario, mi suegra, los ojos nublados, la voz apenas un susurro.

Me llamo Teresa.

Veinte años atrás, llegué a esta casa como la joven esposa de Manuel, el único hijo de doña Rosario. Él era electricista, trabajador y soñador, pero la vida en San Lucas era dura. Su madre había sufrido un infarto cerebral leve, caminaba con dificultad, pero aún podía conversar y reír. Yo llegué con la esperanza de un hogar sencillo, donde juntos podríamos salir adelante.

Apenas tres meses después de nuestra boda, Manuel recibió la oportunidad de irse a trabajar como jornalero a los Estados Unidos. Prometió que serían solo tres años, que volvería con dinero suficiente para poner un taller de reparación de electrodomésticos. Yo acepté, aunque el miedo me apretaba el pecho. Aquí, en Veracruz, todas las mujeres temen lo mismo: esperar y esperar, hasta que la esperanza se vuelve costumbre.

Los dos primeros años, Manuel enviaba dinero cada mes y llamaba cada semana. Pero al tercer año, las llamadas se hicieron menos frecuentes. Un día, supe por un vecino que también trabajaba en Texas que Manuel había encontrado a otra mujer, una paisana de Jalisco, y que ya no pensaba volver.

Sentí que la tierra se abría bajo mis pies.

Pero entonces, doña Rosario sufrió un segundo infarto, esta vez mucho más grave. Quedó paralizada de medio cuerpo, incapaz de valerse por sí misma. Los parientes y vecinos empezaron a decirme: “Eres joven, Teresa, busca tu felicidad. Ya no le debes nada a esta casa.” Pero yo no podía. Aunque no era mi madre, doña Rosario siempre me trató como a una hija. Cuando llegué, me preparaba atole en las mañanas porque sabía que el estómago me dolía con el frío. Recuerdo una vez que caí enferma y ella, temblando, me bajó la fiebre con paños de agua y rezos.

No podía abandonarla.

Así que me quedé. Iba al mercado en las mañanas, lavaba ropa en las tardes, y por las noches me levantaba para cambiarle los pañales y acomodarle la almohada. Mis manos se llenaron de callos, el cabello se me salpicó de canas antes de los treinta y cinco. No tuve hijos; no hubo tiempo antes de que Manuel se fuera. Muchas noches, acostada junto a doña Rosario, escuchando el viento colarse por el techo de lámina, sentía que en el mundo solo quedábamos dos mujeres solas, sobreviviendo una junto a la otra.

A veces, ella recuperaba la lucidez y, con lágrimas en los ojos, me tomaba la mano:
—Te debo tanto, hija…
—No me debe nada, mamá. Mientras usted esté aquí, yo estoy bien —le respondía, apretando su mano arrugada.

Pensé en divorciarme, en buscar una vida propia. Pero, ¿quién querría casarse con una mujer que había pasado una década cuidando a su suegra inválida, sin hijos, sin juventud? Además, la verdad era que no quería. Había aprendido a querer a doña Rosario como a mi madre, y sentía que mi lugar estaba a su lado.

El tiempo pasó. Abrí un pequeño puesto frente a la casa, donde vendía café, pan dulce y tamales. Los vecinos, conmovidos por mi situación, solían comprarme algo aunque no lo necesitaran. Hubo quien intentó cortejarme, como don Tomás, el albañil viudo, pero siempre rechacé cualquier intento. No por amor a Manuel, sino porque no quería repartir el poco cariño que aún me quedaba; todo era para doña Rosario.

Los años la fueron apagando. Sus ojos se nublaron, su voz se volvió un susurro. Los médicos decían que cada día era un regalo. Una noche fría de diciembre, me tomó la mano con fuerza y, con gran esfuerzo, murmuró:
—Perdona a Manuel… perdóname a mí…
Lloré. No sabía si era por ella, por mí, o porque ya no me quedaba rencor.

Fue entonces cuando supe, por boca de una vecina, que Manuel seguía en Estados Unidos. Tenía una nueva familia, hijos pequeños. Al principio sentí una punzada de dolor, pero enseguida me di cuenta de que aquel hombre ya no existía para mí. Mi vida era esta: la casa, el pueblo, la anciana a la que cuidaba.

Un amanecer, doña Rosario se fue en silencio. La encontré con una expresión de paz que no le había visto en años. La vestí con su mejor vestido, recé a su lado y la despedí rodeada de vecinos y amigos. Cuando el ataúd salió de la casa, sentí que una parte de mí se iba con ella.

Los días siguientes fueron de un vacío abrumador. Por primera vez en veinte años, la casa estaba en silencio. No tenía a quién cuidar, ni por quién levantarme temprano. La rutina de la soledad pesaba más que nunca. Pensé en vender la casa e irme a vivir con una prima a Xalapa, pero algo me ataba a ese lugar.

Una tarde, mientras limpiaba el cuarto de doña Rosario, encontré una caja de madera bajo su cama. Dentro, había cartas viejas, fotografías y un sobre con mi nombre. Lo abrí con manos temblorosas. Era una carta escrita con la letra temblorosa de la anciana:

“Teresa, hija, si lees esto es porque yo ya no estoy. No tengo nada que dejarte, más que esta casa y mi gratitud eterna. No sé si mi hijo algún día regrese, pero si lo hace, no le guardes rencor. Tú eres mi verdadera hija, la que estuvo conmigo hasta el final. Gracias por no abandonarme, por darme amor sin pedir nada a cambio. Que Dios te bendiga siempre. Mamá.”

Lloré como no lo hacía desde niña. Por primera vez sentí que todo el sacrificio, la soledad, el cansancio, habían valido la pena. No por reconocimiento, sino por saber que el lazo entre nosotras era más fuerte que la sangre.

Pasaron los meses. El puesto siguió abierto, y la gente del pueblo me buscaba no solo por el café, sino por compañía. Un día, mientras barría la banqueta, un coche desconocido se detuvo frente a la casa. De él bajó un hombre envejecido, con la mirada cansada y el paso inseguro. Era Manuel.

Nos miramos en silencio. Habían pasado veinte años, pero reconocí en sus ojos el mismo miedo, la misma vergüenza.

—Teresa… —dijo, la voz rota—. Supe que mamá murió. Quise venir antes, pero…

No terminó la frase. Le ofrecí asiento y un café. Hablamos poco. Me contó de su vida en Texas, de sus hijos, de sus fracasos. Me pidió perdón, no solo por haberse ido, sino por haberme dejado sola con su madre.

—No vengo a pedirte nada —dijo al final—. Solo quería agradecerte lo que hiciste por ella. Por mí.

Le entregué la carta de doña Rosario. Manuel la leyó en silencio, las lágrimas corriendo por sus mejillas. Antes de irse, me abrazó como quien se despide de un sueño perdido.

—Cuídate, Teresa. Mereces ser feliz.

Cuando el coche desapareció por la carretera, sentí que, por fin, podía dejar atrás el pasado.

Hoy, la casa sigue en pie. El puesto es más grande, y los niños del barrio vienen a escuchar mis historias mientras toman agua fresca. Sigo sola, pero no me siento vacía. Aprendí que hay lazos que no se ven, que no dependen de la sangre, pero que son más fuertes que cualquier promesa.

Muchos dicen que fui tonta, que debí buscar otra vida cuando mi marido me abandonó. Pero nadie entiende que, a veces, el destino une a las personas de formas misteriosas. Y yo, en mi soledad, encontré una familia y un propósito.

Así, bajo la lluvia de Veracruz, sigo caminando despacio, sabiendo que el amor verdadero no siempre es el que elegimos, sino el que la vida nos entrega sin pedirlo.