El esposo se fue al extranjero por trabajo, la joven esposa pasó la noche en secreto con su primo político y quedó embarazada; la verdad quedó al descubierto el día que el esposo regresó al país.

La casa estaba en silencio absoluto en una tarde de otoño. Laura se paró frente al espejo, con las manos suavemente apoyadas sobre su vientre ya ligeramente abultado. Había pensado cientos de veces en cómo ocultarlo, pero ese vientre —la prueba de una noche de error— la traicionaba día tras día.

Su esposo, Ricardo, había estado de viaje de negocios en Europa durante los últimos ocho meses. Siempre confiaba en su esposa, enviaba dinero con regularidad y llamaba cada noche. Pero fueron precisamente esas noches frías, esas breves palabras a través de la pantalla del teléfono, las que empujaron a Laura a los brazos de Hugo —primo político de Ricardo—, un hombre que siempre la “cuidaba” más de lo debido.

Una noche, la fuerte lluvia y unas copas de vino borraron los límites. Laura despertó con miedo y culpa, pero la historia no terminó ahí: pocas semanas después descubrió que estaba embarazada.

Pensó en ocultarlo. Se dijo a sí misma: “Quizás él crea que es su hijo…” Pero Hugo comenzó a cambiar. Empezó a enviarle mensajes amenazantes:

—Si tú no lo dices, lo diré yo. Ese niño es mío, no suyo.

El día que Ricardo regresó al país, Laura preparó todo para aparentar normalidad. Pero apenas él cruzó la puerta, vio a Hugo allí. Hugo sonreía con malicia, sosteniendo en la mano un papel: el resultado de una prueba de ADN.

Ricardo, sorprendido, preguntó:
—¿Qué es esto?

Hugo arrojó el papel sobre la mesa, con voz ácida:
—Aquí tienes el resultado. El bebé en su vientre… es mío.

El aire se congeló. Ricardo miró a su esposa, con una mirada que contenía de todo: sorpresa, dolor, rabia. Laura temblaba, las lágrimas le corrían por el rostro, pero no pudo pronunciar palabra.

Él permaneció inmóvil unos segundos y luego se dio la vuelta para salir por la puerta, dejando atrás los sollozos ahogados de ella y la sonrisa triunfante de Hugo. Afuera, la lluvia comenzaba a caer de nuevo…

Tres días después de irse, Ricardo desapareció por completo de todo contacto. Laura lo llamó, le envió mensajes, lloró… pero él no respondió. Hugo, cada vez más descarado, incluso se mudó a la casa con el pretexto de “cuidar de ella y del bebé”.

Ella estaba asustada y confundida. En el fondo, aún pensaba que Ricardo la perdonaría, o al menos discutiría con ella una vez. Pero una mañana, recibió un sobre por mensajería urgente.

Dentro estaba… la demanda de divorcio.

Acompañada de un extracto bancario con cifras enormes. Bienes, propiedades, acciones de la empresa —todo había sido transferido a otra persona apenas dos días después de que él se marchara de la casa. El beneficiario… no era Laura.

Antes de que pudiera asimilarlo, Laura recibió una llamada de un amigo cercano de Ricardo:
—Él lo sabía todo desde hace tiempo. Antes de irse de viaje, ya sospechaba y contrató a un detective. El ADN del bebé… lo tuvo antes que Hugo. Ese viaje fue para terminar los trámites de traspaso de bienes y llevarse a su madre a vivir al extranjero.

Laura sintió que el mundo se le venía encima. Todo lo que había tenido —dinero, prestigio, el lugar de esposa legítima— desapareció en una sola noche. La casa en la que vivía… ya había sido vendida. Hugo se quedó pálido, comprendiendo que él también había caído en la trampa: sin casa, sin dinero, con un hijo que aún no nacía y una mujer que lo había perdido todo.

Una semana después, Ricardo regresó a México. Pero no fue a buscar a Laura, sino a encontrarse con Hugo en una cafetería. Solo dijo una frase, con frialdad:
—Gracias a ustedes, ahora sé que en este mundo hay personas que no merecen mi confianza…

Luego se marchó, dejando a Hugo y a Laura mirándose —él, con un arrepentimiento tardío; ella, con la amargura de haber perdido a su esposo y también su último apoyo.

Afuera, el cielo estaba despejado, pero para Laura… todas las puertas se habían cerrado.