Desviaciones Inesperadas /btv1

—Margarita, ¡no vas a creerlo! Acabo de ver a una mujer idéntica a ti. Si no supiera que no tienes madre, juraría que era ella… ¿No tendrás una hermana mayor, verdad? —Max, su marido, se acercó por detrás empujando un carrito lleno de compras.

—¿Qué? ¿Qué hermana? —preguntó Margarita, absorta leyendo la etiqueta de un tarro de papilla infantil.

—Vamos, te la enseño. Pero mira con discreción… Aunque, esa señora ya te está mirando fijamente. ¡Debe de ser pariente tuya! Sois como dos gotas de agua, solo que ella es mayor. —Max, entusiasmado, tiró de Margarita hacia otro pasillo entre estanterías repletas.

—¡¿A dónde me llevas?! ¡No tengo ninguna hermana, te lo aseguro! —respondió Margarita, irritada, mientras arreglaba el gorrito de su pequeño Andrés, cómodamente sentado en el carrito

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—¡Pero mírala! ¿Y si es una hermana que no conoces? ¡Estas cosas pasan, como en las telenovelas! —insistió Max.

—¡Vámonos de aquí, he dicho! —bufó Margarita, arrebatándole el carrito y marchándose a otra sección del súper.

Avanzó rápidamente entre los pasillos, las mejillas ardiendo. Sentía que en cualquier momento rompería a llorar, gritaría o incluso se tiraría al suelo pataleando. Y eso que ya habían pasado siete años…

…Margarita fue criada solo por su madre. Nunca conoció a su padre, y su madre rara vez hablaba de él. En el otoño en que empezó primaria, su madre se casó con Pablo Antonio. Así terminó su infancia, al menos la parte feliz.

Pablo Antonio se mudó a su pequeño piso de dos habitaciones. A Margarita le tocó la más pequeña; su madre y el padrastro ocuparon la otra. Desde el principio, su madre le dijo que podía llamarle «papá». Pero, por las razones que fuesen, nunca lo hizo. Para ella siguió siendo «el señor Pablo», un extraño bajo su propio techo.

Él la trataba con desdén. Siempre tenía un reproche para ella. De niña, aguantaba en silencio. De adolescente, intentó defenderse. Pero «el señor Pablo» sabía ponerla en su sitio:

—¡Cierra el pico! Yo te doy de comer, te visto y te calzo. ¡Da las gracias en vez de contestar!

—Yo no os pido nada. Es mamá quien me viste —replicaba Margarita, esperando que su madre la defendiera.

—¡Margarita! ¡Pídele perdón a tu padre ahora mismo! —la regañaba su madre con voz dura…

A los catorce años, nació su hermano. Su madre estaba eufórica: por fin le daba al «señor Pablo» el hijo que tanto deseaba. Él, orgulloso, tenía un heredero.

Margarita se convirtió en hermana mayor, y su vida se convirtió en un infierno.

—Margarita, ve a cuidar a tu hermano, que tu padre y yo vamos a comer —ordenaba su madre.

—Voy… —No le quedaba otra que obedecer.

—¡¿Por qué llora?! ¡Juega con él, inútil! ¡No se puede comer en paz! ¡Vaya desgracia haber tenido una hija como tú! —gritaba «el señor Pablo», humillándola una vez más.

Así pasaron cuatro años. Margarita terminó el instituto y entró en la universidad. En agosto, cumplió dieciocho…

—Margarita, empieza a hacer las maletas. He firmado el contrato de la residencia universitaria y pagado el primer semestre. Lo demás, ya te las arreglarás… —dijo su madre con naturalidad al entrar en su habitación.

—¿Qué residencia? —Margarita se incorporó en el sofá.

—La universitaria, hija.

—Mamá, eso es para gente de fuera. ¡Yo no pensaba irme de casa!

Su madre no pudo responder porque intervino «el señor Pablo»:

—¡Anda ya! ¡Qué morro! ¿Que no te querías ir? ¡Egoísta! ¿Crees normal que vivamos los tres en una habitación? ¡Romualdo ya tiene cuatro años! ¿O pensabas colgarte de nuestra chepa para siempre?

—¡Yo estoy empadronada aquí! —protestó Margarita.

—Me da igual el empadronamiento. Recoge tus cosas y lárgate. ¡Y si no lo haces, yo mismo las echo a la calle!

Como siempre, su madre no la defendió. El día que Margarita se marchó, solo le dio un billete a escondidas.

Así empezó su vida adulta. Al principio, fue feliz. Hasta que descubrió que la beca no le alcanzaba ni para el mes.

Un sábado, fue a pedirle dinero a su madre. Al entrar en el portal, olió a pintura y disolvente. La puerta del piso estaba abierta.

—¿Qué haces aquí? —preguntó su padrastro en la entrada.

—He venido a ver a mamá —respondió fríamente, intentando pasar.

—¿A dónde vas? ¡No ves que hay obras! Quédate ahí, voy a llamarla.

Minutos después, apareció su madre.

—Margarita, ¿qué pasa? ¿Has hecho algo mal?

—No. Necesito dinero para llegar a fin de mes.

—¡Pero si tienes la beca!

—No me llega. Todas mis compañeras reciben ayuda de sus padres.

—¿Te has vuelto una pedigüeña? ¡Ponte a trabajar en vez de mendigar! ¡Tenemos que criar a tu hermano, llevarlo a la playa, pagar la reforma! Tuviste tu infancia, ahora eres una adulta. Laura, no le des ni un céntimo. ¡¿Entendido?! —vociferó «el señor Pablo» antes de desaparecer en la que fue su habitación.

Madre e hija se miraron fijamente. Margarita contuvo las lágrimas; su madre parecía perdida.

—Hija, tu padre tiene razón. Tendrás que arreglártelas…

Margarita no esperó a oír más. Salió corriendo, las lágrimas quemándole las mejillas.

Lloró amargamente en su cama de la residencia. Horas después, se levantó, se lavó la cara y se miró al espejo.

—¡Nunca más lloraré! Sobreviviré. Sobreviviré para fastidiarlos. ¡Y no volveré a ver a mi madre! —se prometió con firmeza.

Ese mismo día, encontró su primer trabajo. Luego otro, y otro… Trabajó de camarera, repartiendo folletos, incluso de recepcionista en una academia de baile.

Al terminar la carrera, se mudó a otra ciudad. Lejos de los recuerdos.

—Para no tropezarme con ellos nunca más —le dijo a una compañera de piso.

Pero no imaginó que, siete años después, se cruzaría con su madre en un súper.

En su nueva ciudad, encontró un buen trabajo. Sus compañeros la apreciaban; sus jefes, también.

Tampoco esperaba conocer allí a Max, el abogado del departamento de al lado. Una noche, después de una fiesta de empresa, él la acompañó a casa. Al entrar, descubrió una fuga de agua. Lo primero que hizo fue llamarle.

—¡Max, ¿puedes volver?! —gritó al teléfono.

En cinco minutos, él ya estaba allí. Llamó a fontanería y pasaron la noche limpiando.

Así empezó su historia. Los padres de Max la adoptaron como una hija. Antes de la boda, ya la llamaban «nuestra niña». Por primera vez, recibió el cariño que su madre nunca le dio.

Se casaron. Margarita no invitó a su madre. Dijo que había muerto. Tres años después, nació Andrés, su orgullo…

—Margarita, ¡para! ¿Estás llorando? ¡Nunca te había visto así! —exclamó Max, sorprendido.

—Sí, l—Sí, lloro… aunque juré que no volvería a hacerlo —respondió Margarita, secándose las lágrimas con el dorso de la mano mientras apretaba con fuerza el carrito de la compra, decidida a seguir caminando hacia un futuro donde nadie más le arrebataría su felicidad.