Dejé que una mujer sin hogar se mudara a mi garaje: al día siguiente abrí la puerta del garaje y me sorprendí.
Llovía a cántaros afuera. Volvía a casa del trabajo cuando vi a una mujer pobre. Estaba sentada en la acera, abrazándose. Sentí lástima por ella y decidí acercarme.
“Ven a mi casa”, le dije. “Tengo garaje. Es cálido. Hay baños, una cama”.
La mujer me miró con extrañeza.
“¿En el garaje?”, preguntó.
“No es tan malo como parece”, añadí rápidamente. “Solo temporalmente. Hasta que encuentre una solución”.
La mujer asintió. Le preparé una cama plegable vieja. Le llevé una manta, algo de comida y una tetera de repuesto. Al salir, cerré la puerta de la casa principal, no por miedo, sino por costumbre.
Al día siguiente le conté todo a mi novia. No estaba contenta. “Confías demasiado fácilmente”, dijo.
Cuando llegué a casa la noche siguiente y abrí la puerta del garaje, me quedé atónito. La mujer desconocida a la que saludé…
Ya no era un almacén oscuro y polvoriento, sino un verdadero refugio. Los muebles viejos estaban ordenados, el suelo lavado, una manta tejida yacía sobre la cama.
Un montón de hierbas secas colgaba de la pared, como en una casa de campo. El aire olía a menta y lavanda. En un rincón había una vela y algunas fotografías antiguas. La reconocí en esas fotografías: joven, con niños, un hombre de uniforme, con los ojos llenos de alegría.
No sabía qué decir. Sentí una mezcla de asombro, gratitud y… una calidez inexplicable.
«Disculpa si me pasé», dijo, saliendo de detrás de un viejo armario con una taza en la mano. «No me gusta el desorden. Aunque no sea mío».
«¿Hiciste todo eso en un día?»
«Estaba aburrido», sonrió. «Y entonces me ofreciste refugio. Quería agradecerte a mi manera».
Me senté en la silla. En silencio. Y me di cuenta de que nunca me había sentido a gusto en esta casa… hasta que ella llegó. Y puso todo en orden, no solo por fuera, sino por dentro.