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Artyomka, de quien nunca había oído hablar. Un niño que nunca fue mencionado, cuya existencia había sido cuidadosamente oculta

Lida creció bajo una nube de dudas y preguntas sin respuestas. El accidente que sufrió cuando era niña la marcó de una manera que nadie podía comprender completamente, ni siquiera ella misma. Su rostro, marcado por cicatrices de quemaduras, era su único recordatorio constante de la tragedia que había sacudido su vida. A pesar del dolor físico y emocional, su madre, Elena Vasilievna, nunca dejó que Lida se sintiera menos que nadie.

“Todo saldrá bien, hija mía”, le decía con una sonrisa cálida mientras acariciaba su cabello, aunque la tristeza en sus ojos nunca desaparecía. Elena había dedicado su vida a su hija, ahorrando cada rublo posible para asegurar que Lida pudiera alguna vez someterse a una cirugía reconstructiva, un sueño que parecía estar más allá de su alcance.

Lida, sin embargo, no compartía el mismo optimismo. Sabía que su madre lo daría todo por ella, pero lo que realmente la aterraba era la idea de no ser nunca vista por lo que realmente era. No solo se sentía invisible debido a sus cicatrices, sino también por la ausencia de su padre, el hombre que había desaparecido sin dejar rastro cuando su familia más lo necesitaba.

“¿Dónde está papá?”, preguntaba Lida a menudo, pero su madre siempre respondía con evasivas, hablando de él como si aún fuera un recuerdo fresco. “Quizás algún día regrese”, decía Elena, con la esperanza de que ese día llegara.

Pero el día nunca llegó.

Cuando la salud de Elena comenzó a deteriorarse debido a un problema pulmonar grave, Lida se sumió en una profunda tristeza. El amor incondicional de su madre, su esfuerzo incansable, y su creencia inquebrantable en un futuro mejor, se desvanecían junto con la salud de la mujer que siempre había sido su roca. Lida, ahora adulta, vivió los últimos años de su madre sin saber que la verdad más dolorosa aún estaba por ser revelada.

Un día, después de la muerte de Elena, Lida encontró un cuaderno gastado entre las pertenencias de su madre. Dentro de sus páginas, encontró las palabras que nunca había imaginado leer. En la última entrada, su madre había escrito:

“Lida cree que Vitya nos abandonó. Este pensamiento me atraviesa como un cuchillo. Pero quizás tenía otra razón. Tenía un hijo, Artyomka, en un pueblo vecino. Quizás simplemente comenzó una nueva vida sin nosotras. Pero no puedo contárselo a mi hija. Todo niño necesita creer que sus padres lo aman. Y una vez nos amó mucho.”

Las palabras de su madre dejaron a Lida paralizada. Un hijo, Artyomka, de quien nunca había oído hablar. Un niño que nunca fue mencionado, cuya existencia había sido cuidadosamente oculta. La traición de su padre, su desaparición, había sido más compleja de lo que Lida había imaginado.

Ese mismo día, mientras Lida procesaba el doloroso hallazgo, su tía Zhenya, la amiga más cercana de su madre, le entregó una foto rota que había encontrado en la cartera de su madre. Era una foto vieja, tomada cuando Elena y Vitya eran jóvenes. En ella, un joven de cabello oscuro estaba abrazando a una mujer con ojos grises y una sonrisa tímida. Al fondo, alguien más aparecía, con una trenza gruesa y ojos grises también. Era Lida, aunque nadie podría haberlo adivinado.

“Tu madre me pidió que te entregara esto, Lida”, dijo Zhenya, con una voz entrecortada. “Ella siempre te protegió de la verdad, pero ya no podía seguir ocultándola.”

Lida observó la foto rota, el rostro de su madre joven y llena de esperanza, y las palabras de su madre resonaron en su mente. “Quizás tenía otra razón…”. La revelación fue como un golpe en el pecho. Por fin comprendió que el amor de su madre nunca fue ciego, sino profundo y desgarrador. Elena no había podido hablar de Artyomka, el hijo que había dejado atrás, porque temía que su hija se sintiera traicionada, como ella misma lo había estado.

El destino, tan cruel y retorcido, le había quitado la oportunidad de tener a su madre a su lado cuando más la necesitaba. Y, sin embargo, también le había dado un último regalo: la verdad sobre su padre, sobre el hombre que se había llevado sus sueños.

Lida decidió no dejar que esa verdad la destruyera. En lugar de sucumbir al dolor, se levantó con una nueva determinación. El rostro que había llevado siempre como una maldición, ahora lo veía como una prueba de fortaleza. Sabía que podía ser madre, que podía amar a pesar de las cicatrices, y que no necesitaba la aceptación de los demás para sentir que valía la pena.

Con el tiempo, Lida decidió regresar al restaurante donde había trabajado en su juventud, un lugar que siempre había sido como su segundo hogar. El dueño, un hombre serio y reservado, nunca le prestó mucha atención, pero un día, mientras revisaba la cartera de uno de los lavavajillas, encontró una foto rota entre sus pertenencias. Era la misma foto que Lida había visto antes, pero esta vez, algo en la mirada del hombre cambió.

Palideció. La conexión que nunca había imaginado existía ante él, en una imagen que unía más que solo rostros. Y allí, en el restaurante donde el destino le había llevado, Lida comenzó a entender que su verdadera historia no estaba escrita solo en las cicatrices de su rostro, sino en la fortaleza de su corazón.