«Ahora esta casa de campo me pertenece — voy a traer aquí a todos mis familiares durante todo el verano», — anunció mi suegra. /btv1
— ¡Masha, abre! —un puño pesado golpeó otra vez la frágil puerta del jardín, resonando como un eco ensordecedor en mis sienes—. ¡No te hagas, sé que estás ahí!
Casi se me cayó la taza de té de las manos, y el portátil se deslizó de mis piernas directo sobre la hierba húmeda por el rocío. Apenas tres días antes había huido a esta vieja, pero acogedora casita de campo para finalmente terminar mi libro. Mi pequeño oasis de tranquilidad —y ahora lo están asaltando literalmente.
— ¡Ya voy, ya voy! —grité mientras me ponía las sandalias de goma, olvidadas desde el verano pasado.
Del otro lado de la verja estaba ella. Galina Petrovna —mi suegra— majestuosa y severa como un monumento de bronce. Ya conocía esa mirada suya de «reina autoritaria», pero aun así no pude evitar sorprenderme: dos bolsas del tamaño de mí colgaban de sus hombros, su vestido de verano brillaba con todos los colores del arcoíris, y sus labios dibujaban una sonrisa triunfante.
— ¡Por fin! —pasó a mi lado sin ni siquiera mirar mi rostro—. Veo que aquí te has echado a perder sin vigilancia. Menos mal que llegué a tiempo.
Comienza la ocupación
Me quedé paralizada junto a la verja, y Galina Petrovna ya arrastraba sus bolsas hacia la casa, dejando tras de sí un rastro de pepinos caídos, hojas verdes y tarros de encurtidos.
— Galina Petrovna, al menos habría preparado algo para su llegada, si hubiera sabido…
— ¿Y para qué avisar? —gruñó sin volverse—. ¡Esta casa es mía, bueno, de mi hijo! ¿De verdad tengo que pedir permiso para venir a descansar?
Claro, claro. La casa «de su hijo». Aunque la mitad del dinero de esa «dacha soñada» salió de la venta del piso de mi abuela. Pero discutir sería perder el tiempo. Quien ha vivido con una suegra así lo entenderá.
— Bien, Masha, libera la habitación grande —dijo tirando las bolsas sobre el suelo recién fregado de la terraza—. A mi edad no me voy a meter en un cuartucho. Tengo la espalda mala.
— Pero yo duermo ahí, Galina Petrovna. Todas mis cosas…
— Las moverás. Eres joven y sana, tienes manos y pies.
Tragué un suspiro pesado. No es posible acostumbrarse a ella. Aunque llevamos diez años juntos con Andréi, cada visita suya es un pequeño huracán.
Los planes crecen
Todavía esperaba que quizá se quedara solo un par de días. Pero la esperanza murió apenas abrió la bolsa.
— Mira, Masha, ya les avisé a todos: esta dacha ahora es mi base de vacaciones. La gente necesita aire y descanso. Y tú aquí, sola, como un gato al sol.
Me quedé inmóvil con un cuenco de fresas en las manos.
— ¿A todos?
— La tía Valia vendrá mañana con los niños. Luego mis sobrinos de Sarátov aparecerán. El fin de semana, los compadres con sus hijos. ¿Y el perro? Tráelo, ¿no te importa?
— ¡Pero solo hay tres habitaciones! —mi voz tembló.
— No pasa nada, pondremos camas plegables. No somos aristócratas.
Se rió y fue a inspeccionar el jardín, criticando los bancales torcidos y los rábanos que le parecieron «flojos». Yo me quedé en medio de la terraza, comprendiendo: se acabó. Tres meses de soledad e inspiración creativa se han convertido en tres meses del campamento «Galina Petrovna».
Invasión de parientes
A la mañana siguiente desperté por alguien que golpeaba la puerta con los pies. En el umbral estaba la tía Valia —una copia de mi suegra, solo que más grande y con una mirada aún más severa. Tras ella, tres adolescentes llenos de energía y una enorme bolsa de patatas fritas.
— Ay, Masha, ¿qué haces ahí parada? ¡Entra, entra! —la tía Valia se metió en la casa empujando a sus nietos.
Los nietos conquistaron la terraza rápidamente, pusieron la música a todo volumen hasta hacer vibrar los cristales y empezaron a gritarse entre ellos con groserías. Intenté recordarles que estaba trabajando en casa. La tía Valia me dio una palmada en el hombro y se rió:
— ¡Busca un trabajo de verdad, Masha! ¿Qué haces todo el día en tu computadora?
No me atreví a decir que mi libro casi está listo. De todas formas, no lo entenderían.
El caos aumenta
Al mediodía llegaron los familiares de Sarátov: cinco adultos, dos niños y un perro enorme y peludo llamado Rex. Lo primero que hizo Rex fue destrozar mis cuidadas parcelas de tomates y, al parecer, marcar un arbusto de grosellas en secreto. Intenté protestar educadamente, y me respondieron:
— ¡No seas tacaña, Masha! ¡El perrito también tiene que divertirse!
No me quedaron palabras. Solo la sensación de ser una intrusa.
¿Quieres que continúe? Si te gusta el inicio, puedo seguir desarrollando la trama: cómo Masha intentará recuperar su espacio, ideará un plan astuto para echar a los invitados no deseados o convertirá la situación a su favor. El texto completo estará lleno de detalles, diálogos y humor, con un final inesperado.
Noche en la cama plegable
La primera noche la pasé en la habitación pequeña, en un viejo sofá cama que crujía con el más mínimo movimiento. Tras la pared delgada, un coro de ronquidos: Galina Petrovna, tía Valia y alguien más —parece que ese sobrino que llegó el último y durmió en el salón.
No pude dormir hasta el amanecer. Afuera Rex ladraba a los erizos, los adolescentes susurraban y se reían en la terraza —se divertían pasando la noche «al aire libre». En un momento pensé en tomar la mochila e irme a la estación. ¿Pero a dónde? ¿A casa de mi madre? ¿A la ciudad? Allí hace calor, hay reformas vecinales y ningún jardín con fresas…
Pero lo más importante —esta es mi casa, maldita sea. Mi trabajo, mi dinero, mis sueños. ¿Por qué debería huir?
Mañana de truenos
Al amanecer finalmente caí en un sueño inquieto. Me despertó el ruido de ollas y el golpe de cuchillos: Galina Petrovna había decidido que las seis de la mañana era el mejor momento para cocinar sopa y repartir tareas.
— ¡Masha! —tronó desde la puerta—. ¡Basta de holgazanear! ¡Arriba! Hay que traer agua, limpiar los suelos. ¡Mira las huellas que ha dejado el perro!
Me puse la bata y salí a la cocina. Todo era un desastre: bolsas vacías, montones de platos sucios, alguien había derramado mermelada en el suelo y tratado de limpiarla con el calcetín de una pantufla.
— ¿Cuándo fue la última vez que hiciste una limpieza a fondo aquí? —me abordó mi suegra con un cucharón en la mano.
— Hace una semana…
— ¡Pues mira! Lo tienes todo descuidado. Bueno, luego hablamos. Corre a por agua y, por cierto, pasa por la tienda —pan, leche y varias cosas más de la lista.
Me dio una hoja arrugada con su letra torpe. Respiré hondo y me dirigí a la verja, maldiciéndome en silencio por ser tan blanda. ¿Dónde quedó mi firmeza? ¿Por qué vuelvo a tragarme las ofensas?
Aliados o traidores
Al volver de la tienda con bolsas pesadas, encontré en la cocina a Andréi —mi esposo— que había venido brevemente a recoger cosas antes de su viaje de trabajo.
— Andréi, ¿no podrías hablar con mamá? ¡Estoy sola con este caos!
Él se limitó a encoger los hombros.
— Masha, ya sabes cómo es mamá… Aguanta. De verdad necesitan un lugar para descansar. No puedo echarlos…
— ¿Pero yo sí puedo? ¿Para que luego toda la familia me odie?
— Eres inteligente, encontrarás la manera —me dio un beso en la cabeza y salió al patio, donde ya lo rodeaban parientes con preguntas.
En ese momento me sentí traicionada. Siempre igual: él “no se mete”, y yo que lo resuelva todo.
Una nueva idea
Esa misma noche, sentada al borde de la terraza, escuchando otra pelea por la tablet, finalmente comprendí: aquí no se resolverá nada pacíficamente.
Abrí el portátil y esbocé un plan. Repetir “no” y aguantar las burlas no servirá. Pero se puede jugar de otra forma.
Recordé que la semana pasada había leído artículos sobre la “hospitalidad con reglas” —parecía una tontería, pero la idea se quedó.
A la mañana siguiente coloqué sobre la mesa hojas con las “Reglas para vivir en la dacha”. Cada punto escrito en letra grande, resaltado con marcador y adornado con signos de exclamación.
Después de las 22:00 — silencio absoluto.
Agua y comida — reponer por cuenta propia.
El perro — con correa y solo en la esquina más alejada del jardín.
Cada uno responde por su desorden.
Internet — solo según horario.
Respiré hondo y colgué esas hojas en la pared de la cocina. Luego, reuniendo todo mi valor, anuncié en la reunión familiar durante el desayuno:
— Desde hoy vivimos según estas reglas. Quien las incumpla, que prepare sus cosas y busque otro lugar para descansar.
La familia quedó paralizada, mi suegra abrió la boca, pero no le dejé decir ni una palabra:
— La casa fue comprada con mi dinero. Los papeles están a mi nombre. Si alguien no está contento, puedo llamar al policía local. Veremos quién manda aquí.
El primer motín
Por supuesto, el escándalo fue mayúsculo. La tía Valia gritaba que soy una trepadora y desagradecida. Los adolescentes se enfadaron, pero callaron —el internet era lo que más necesitaban.
Galina Petrovna me miraba como una tigresa. Pero esta vez algo se rompió: tal vez entendió que he llegado al límite.
— Está bien, Masha —murmuró—, si quieres así… Que sea a tu manera. Pero ten en cuenta: me quedo mucho tiempo.
¿Tregua o calma antes de la tormenta?
Esa noche, por primera vez en una semana, me senté tranquila frente al portátil. La casa estaba inusualmente silenciosa: los niños usaban el móvil temerosos de romper el “horario de internet”, a Rex lo ataron cerca del cobertizo.
Y yo escribía. Escribía y sentía que dentro de mí, bajo todos los miedos y sumisiones, despertaba de nuevo mi verdadera fuerza.
Silencio antes de la tormenta
Pasó una semana. Una semana en la que por primera vez sentí que podía respirar en mi casa. La familia me evitaba cuidadosamente, la tía Valia, murmurando, comenzó a lavar sus propios platos, y los adolescentes pedían internet con respeto.
Galina Petrovna, sin embargo, seguía con su actitud de reina de hielo. Ya no gritaba, pero me hablaba como a una extraña que se alojó por accidente en su palacio. Me molestaba, pero entendía: mejor que calle, a que mande.
Dentro de mí bullía una ira sorda. De pronto comprendí cuántos años viví encogiéndome de hombros y tragándome su “derecho de dueña”. Pero yo soy la dueña. No en papel, sino en hechos: cada grieta de esta casa la tapé con mis propias manos, cada arbusto lo planté yo.
Esa semana me mostró lo principal: se pueden poner límites. Pero mantenerlos es mucho más difícil.
Nueva conspiración
El fin de semana volvió la “actividad”. Llegaron nuevos invitados: el primo tercero de Galina Petrovna con su esposa e hija. Entraron como si los hubieran invitado por una generosa suma: dejaron sus bolsas tiradas en la sala, se quitaron los zapatos junto a la puerta, esparciendo zapatillas.
— Masha —dijo la esposa del primo desde la puerta con sonrisa fingida—, estaremos aquí una semanita. ¿No te importa? Seremos tranquilitos.
Respondí educadamente:
— ¿Viste las reglas? Si no, saben dónde está la salida.
Galina Petrovna estaba a mi lado, cruzada de brazos. Sus labios se curvaron en una sonrisa venenosa:
— ¿Ves, Tanya? Nuestra Masha ahora está muy estricta. Antes callaba, ahora da órdenes. Muy bien, ¿no?
Tanya se rió nerviosamente, pero noté cómo intercambiaron una mirada con mi suegra. Esa noche estuve en mi habitación y con el rabillo del oído escuchaba sus susurros en la cocina.
—Que susurren —decidí—, pero algo en mi interior se apretó con inquietud.
Un hallazgo inesperado
Al día siguiente subí al desván para guardar unas cajas viejas con manuscritos. Cuando abrí la trampilla, descubrí en un rincón una maleta que antes no estaba. La curiosidad pudo más y la bajé.
Dentro había cartas, fotos antiguas y un montón de documentos notariales. En el reverso de una carta estaba la letra de Andréi: «Mamá. No mostrar a Masha».
Mis manos temblaban. Revisé los papeles y entendí que mi suegra había guardado recibos antiguos de las reparaciones de la casa, justificantes de materiales… Y todos esos gastos los presentaba a Andréi como «pruebas» de que la casa era completamente su mérito.
—Entonces se preparó con antelación para el momento en que yo intentara reclamar mis derechos —pensé con amargura.
El límite de la paciencia
Por la tarde llamé a Andréi por videollamada. Estaba de viaje, cansado y molesto.
— Andréi, tenemos que hablar seriamente. Encontré los papeles de tu mamá.
— ¿Qué papeles? —frunció el ceño.
— Donde dice que todo es suyo. Que lo hizo todo ella. ¿Cuándo pensabas decírmelo?
— Masha, bueno… mi mamá siempre decía que…
— ¿¡Qué!? —casi grité—. ¿Que invertí mi dinero por nada? ¿Que no soy nadie aquí?
Él guardó silencio. Ese silencio fue peor que una discusión.
— Sabes qué, Andréi. Ya que callas, decide tú. No voy a hacerme la criada ni niñera para toda tu familia. Mañana voy al abogado y pongo la casa a nombre de ambos. Y también voy a echar a todos de aquí si no vienes y le explicas a tu mamá que yo también tengo voz.
La rebelión de Masha
A la mañana siguiente reuní a todos los invitados en el jardín. Estaba en el porche, y por primera vez no temblaba.
— Familia —empecé con calma—. Esta casa es mi responsabilidad. Todos los que han venido sin invitación y no respetan mis reglas deben marcharse en 48 horas. Quien no se vaya, lo sacaré con la policía.
— ¡¿Pero qué dices?! —se indignó la tía Valia—. ¡¿Quién va a escucharte?!
— Intenten no hacerlo —respondí levantando una carpeta con papeles y el teléfono, ya con la página de «Denuncia online» abierta.
Galina Petrovna calló. Parecía que por primera vez me veía no como una nuera, sino como una mujer adulta.
La primera victoria
La tía Valia se fue la primera, arrastrando maletas y maldiciéndome. Los sobrinos de Sarátov se callaron y se marcharon rápido para evitar un escándalo.
Al perro Rex lo llevaron con quejidos, y por primera vez no me dio pena esa «fuerza peluda y destructora».
La casa quedó en silencio. Galina Petrovna estaba en la cocina, girando una taza entre las manos.
— Eres una perra, Masha —exhaló de repente—. Nunca lo habría pensado…
Asentí.
— Gracias por el cumplido. ¿Quieres un poco de té ahora?
Tregua
Andréi llegó al día siguiente, pálido y desconcertado. Lo recibí en la terraza, donde aún estaba mi hamaca. Me miró largamente.
— Masha… ¿por qué no lo hiciste antes?
— Podría haberlo hecho. Pero ya no callaré más.
Sonrió y me abrazó. Sabía que aún habría muchas peleas con Galina Petrovna. Pero ahora tenía claro que en esta tierra, yo soy la dueña.
Epílogo
Pasaron dos meses. Ya nadie venía sin avisar. Galina Petrovna llamaba con tres días de antelación y siempre preguntaba: «¿Se puede?»
Y yo escribía. El nuevo libro avanzaba rápido. Había una heroína parecida a mí —una ama de casa silenciosa que se convirtió en dueña de su vida.
Y tal vez algún día escriba también sobre ese verano —cuando finalmente encontré mi voz.