Acabábamos de contratar a una empleada doméstica muy bonita y eficiente… pero en el mercado la vecina me susurró una verdad vergonzosa. Al día siguiente cambié a escondidas la escoba de la casa… y lo que descubrí me dejó helada…
Habíamos contratado a una muchacha de poco más de veinte años: menudita, de rostro luminoso, trabajadora, ordenada y muy respetuosa. Realmente estaba encantada. Como mi esposo y yo trabajamos todo el día, tener a alguien que cocinara, limpiara la casa y cuidara de los niños con tanto esmero era un alivio inmenso.
En pocos días, toda mi familia le tomó cariño. Especialmente mi esposo, que siempre había sido frío y distante, pero ahora cada vez que veía a la empleada sonreía y charlaba con entusiasmo. Incluso un día, él mismo llevó fruta a la cocina para ofrecérsela.
Empecé a sentir cierta inquietud. Aunque trataba de tranquilizarme: “Seguro solo es amabilidad”.
Hasta que el sábado, fui temprano al mercado. Apenas llegué al puesto de verduras, una vecina se me acercó para susurrarme:
—“¿De veras contrataste a esa chica? ¡Ay, por Dios…! Ella fue amante de un hombre casado del otro barrio. ¡Se armó un escándalo tremendo! La esposa lo descubrió y hasta la enfrentó a golpes en plena plaza del mercado. Esa muchacha sabe fingir muy bien…”
Me quedé aturdida, con los oídos zumbando. Mi corazón se agitaba con furia. Regresé a casa aparentando no saber nada, pero empecé a observar con mayor atención. En efecto, noté que mi esposo la miraba de reojo más de lo normal, y ella a veces respondía con sonrisas demasiado… insinuantes.
Aquella noche fingí acostarme temprano. Luego salí sigilosamente y me quedé tras la pared junto a la cocina. No vi nada extraño, salvo que la muchacha no dejaba de mirar su teléfono, escribiendo mensajes sin parar. Poco después vi a mi esposo también con el móvil en la mano, subiendo las escaleras.
Sentí como si me apretaran el corazón.
A la mañana siguiente, no dije una palabra. Salí al patio trasero y tomé la escoba de bambú viejo que solo yo usaba, porque era pesada y difícil de manejar. Pero entonces me llevé una sorpresa mayúscula: debajo del mango de la escoba, estaba atado cuidadosamente un pequeño papelito.
Ese mismo mediodía, la llamé. Coloqué la escoba sobre la mesa. Ella palideció y, tartamudeando, terminó confesando que no era una empleada doméstica “cualquiera”, como yo había creído.
El papel, escrito a toda prisa con bolígrafo azul y letras torcidas, decía:
“Cariño, mañana por la noche, cuando ella duerma, sube al cuarto del segundo piso. Deja la puerta entreabierta, sabrás qué hacer.”
Me estremecí al leerlo. Ella, temblando, murmuró:
—“Señora… por favor, perdóneme… Yo solo hacía lo que él me decía…”
—“¿Él quién?” —le solté con voz dura.
Ella bajó la cabeza, retorciéndose las manos, hasta que finalmente confesó:
—“Su esposo… Él me dijo que, si me portaba bien, se haría cargo de mí. No fue mi intención, se lo juro…”
Sentí que el mundo entero se me venía abajo. Me desplomé en la silla. Mi esposo, el hombre en quien había confiado tantos años, había tendido una trampa y metido a otra mujer en nuestra casa, bajo el mismo techo de nuestra familia.
Me mordí los labios, tragué mis lágrimas y, con calma, recogí la escoba. La miré fijamente:
—“Mañana no vuelvas. Y nunca más te acerques a esta casa.”
Ella tomó sus cosas y se marchó cabizbaja, dejando tras de sí un huracán dentro de mi pecho.
Esa noche no hice escándalo. Me acosté junto a mi esposo, escuchando su respiración tranquila, mientras mi mente era un torbellino. Sabía que si lo enfrentaba en ese momento, lo negaría todo. Si lloraba, me despreciaría. Necesitaba pruebas.
Volví a sacar el papel, lo doblé y lo escondí en el armario. Luego preparé mi teléfono, lo puse en modo de grabación oculta y lo apunté hacia la puerta del cuarto del segundo piso.
Cueste lo que cueste, tenía que desenmascarar la verdad.