“A TI NUNCA TE QUISIMOS, FUISTE UN ERROR”, ME GRITÓ MI MADRE EL DÍA QUE ENTERRAMOS A MI PADRE
“A ti nunca te quisimos, fuiste un error”. Esas fueron las palabras exactas de mi madre. No las dijo en un arrebato de ira adolescente, sino con una frialdad que congelaba los huesos, justo en la sala de nuestra casa, con el olor a flores de velorio todavía impregnado en las cortinas. Mi padre llevaba menos de veinticuatro horas bajo tierra y mi familia ya se repartía sus restos como buitres. Yo, al parecer, era el último pedazo de carne que quedaba por destrozar.
Mi nombre es Ismael. Crecí a la sombra de mi hermano, David. Él era el sol de la casa; yo, la mancha en la pared que todos pretendían ignorar. David nació con la piel clara de mi madre, el cabello castaño y los ojos verdes que ella tanto presumía. Yo nací “quemadito”, como decía ella con una mueca de asco. “Se nota que a ti te pegó el sol del campo, mijo”, le explicaba a las visitas, como si mi color fuera una enfermedad contraída en algún descuido.
Mi padre, un hombre silencioso y curtido por el trabajo en su pequeño taller de ebanistería, nunca dijo nada. Su silencio era un idioma que yo aprendí a interpretar como una mezcla de cobardía y resignación. Mientras mi madre vestía a David con ropa de marca y le pagaba clases de todo lo que se le antojaba, a mí me tocaba heredar su ropa vieja y trabajar en el taller desde que tuve fuerza para lijar una tabla. “Para que aprendas un oficio, Ismael, porque con esa cara y ese color no te va a alcanzar para más”, sentenciaba mi madre.
David era su obra de arte. Yo, su borrador fallido. Cada logro de David era celebrado con fiestas. Mis medallas de la escuela o mis trofeos en torneos de fútbol del barrio terminaban en un cajón. Una vez, para un festival escolar, mi madre le compró a David un traje carísimo. A mí me dio un pedazo de tela para que la abuela me improvisara algo. Esa noche, escuché a mi padre discutir con ella en voz baja. “El niño se va a sentir mal, Elena”. La respuesta de mi madre fue un cuchillo: “Que se acostumbre. No voy a gastar en alguien que ni parece hijo mío”.
Crecí con ese veneno recorriendo mis venas. La necesidad de aprobación de esa mujer era un cáncer. Me desviví por ella. Arreglaba la casa, la llevaba al médico, me hacía cargo del taller cuando mi padre empezó a enfermar. David, mientras tanto, vivía su vida de fiestas, deudas y promesas rotas. Cada vez que se metía en problemas, mi madre sacaba dinero de los ahorros del taller —del dinero que mi sudor producía— para rescatar a su príncipe. “Es que él es más sensible, no sabe lidiar con los problemas”, me decía sin mirarme a los ojos.
Mi padre murió de un infarto fulminante una madrugada de martes. Mientras yo sostenía su mano fría en el hospital, David no respondía el teléfono. Apareció horas después, con resaca, preguntando qué iba a pasar con “el negocio”.
Y así llegamos a esa tarde, la de la frase que me partió en dos. Estábamos en la sala. El notario, un amigo de mi padre, había llegado para leer el testamento. Mi madre y David se sentaron juntos en el sofá grande, como dos monarcas esperando su coronación. Yo me quedé de pie, junto a la ventana, listo para recibir la última humillación.
Mi madre tomó la palabra antes de que el notario abriera el sobre. “Solo para que quede claro, licenciado. La casa y el taller son para David. Es lo que mi esposo siempre quiso. Ismael… bueno, a él que le toque algo de los ahorros, para que no diga que lo dejamos en la calle”.
David asintió, con esa arrogancia que yo tanto odiaba. “Sí, yo me haré cargo de todo. Papá sabía que yo soy el único con visión para hacer crecer el negocio”. ¿Visión? David no sabía ni clavar un clavo derecho.
El notario carraspeó, me miró con una extraña mezcla de pena y respeto, y comenzó a leer. Las cláusulas iniciales eran estándar. Pero entonces, llegó la parte de los bienes.
“Cláusula Tercera: A mi hijo, David, le lego la suma de cincuenta mil pesos de mis ahorros personales. Espero que este dinero te sirva para madurar, pagar tus deudas y entender que el mundo no te debe nada. Lamento no haber sido el padre que te pusiera límites. Te fallé al permitir que tu madre te convirtiera en un hombre inútil”.
La cara de David se descompuso. Mi madre se levantó de un salto. “¡Eso es imposible! ¡Mi esposo no escribiría eso! ¡Usted lo falsificó!”.
El notario continuó, imperturbable, levantando la voz. “Cláusula Cuarta: A mi amada esposa, Elena, le lego mi perdón. Te perdono por haber renegado del hijo que más se parecía a mí, a mi padre y a la tierra de la que venimos. Te perdono por tu veneno y tu ceguera. Podrás vivir en esta casa hasta el día de tu muerte, siempre y cuando su dueño legítimo te lo permita”.
El silencio era tan denso que se podía cortar. Mi madre me miró. Sus ojos destilaban un odio puro, primario.
“Cláusula Quinta: A mi hijo, Ismael, mi orgullo y mi más grande remordimiento. A ti, hijo, te pido perdón por mi silencio. Perdóname por no haberte defendido de los insultos y el desprecio. Mi cobardía me impidió darte tu lugar en vida, así que lo haré en mi muerte. A ti, Ismael, te lego la casa familiar en su totalidad, el taller de ebanistería ‘El Roble Noble’, con toda su maquinaria, clientes y el nombre que mi padre construyó y que tú salvaste. Te lego también todos los ahorros restantes. Eres el único que lleva mi sangre trabajadora. Eres el único que merece mi legado. Haz con él lo que tu noble corazón decida, hijo. Fui un mal padre, pero siempre te quise”.
Se me nubló la vista. Las lágrimas caían sin control. No lloraba por la casa o el dinero. Lloraba por esa última frase: “siempre te quise”. Una vida entera mendigando amor, y me fue entregado en un pedazo de papel, desde la tumba.
Fue entonces cuando mi madre, con el rostro desfigurado por la rabia, se me acercó y me escupió esas palabras. “¡Ladrón! ¡Le lavaste el cerebro a tu padre! ¡Tú no te mereces nada! ¡A ti nunca te quisimos, fuiste un error!”.
David, detrás de ella, añadió: “Disfruta tu taller de muerto de hambre, prieto. A ver quién te va a querer ahora. Te vas a morir solo en esta casa”.
Algo dentro de mí, esa parte frágil que siempre buscó su aprobación, terminó de morir en ese instante. Los miré, a ella con su ropa de luto impecable y a él con su pose de víctima, y por primera vez en mi vida, no sentí dolor. Sentí lástima.
“Tienes razón, mamá”, dije con una calma que no sabía que poseía. “Fui un error. El error de creer que tu amor se podía ganar. La casa es mía. El taller es mío. Pueden quedarse un mes para encontrar otro lugar a donde ir”. Me di la vuelta, sin esperar respuesta, y caminé hacia el taller.
Cerré la puerta a mis espaldas, dejando sus gritos afuera. El olor a madera, a barniz y a trabajo honesto me llenó los pulmones. Era el único olor a hogar que había conocido. Tomé el martillo de mi padre, el mango gastado se amoldaba perfectamente a mi mano. Era mío. Todo era mío.
Había ganado una casa, un futuro y la justicia que mi padre me debía. Pero el precio fue confirmar que para la mujer que me dio la vida, yo nunca fui nada. Me quedé con todo, y al mismo tiempo, me quedé sin nadie. Y en esa soledad, extrañamente, por fin empecé a sentirme libre.