A pesar de haberme casado con un hombre mayor que mi propio padre, cada noche después de la boda me sentía plena por algo que “ni siquiera los hombres jóvenes podían hacer” — pero tres meses después, mi esposo quedó postrado en cama de repente… y cuando abrí el armario, todo cayó, y lo que vi me dejó paralizada…

El día en que confesé abiertamente que amaba a ese hombre —casi 30 años mayor que yo—, todo el pueblo se alborotó, y mi familia se opuso con fuerza. Pero aun así, seguí adelante con la boda. No solo porque él era rico, sino también por la forma en que me miraba con ternura, con cuidado… Y por las noches, me hacía sentir satisfecha de una forma que no estaba segura de que un hombre joven pudiera lograr.

Durante los primeros tres meses de matrimonio, sentí que vivía en un verdadero paraíso. Me consentía en cada comida, en cada vaso de agua. Un día lluvioso, incluso se puso un impermeable y corrió al mercado solo para comprarme la fruta exacta que me gustaba. Pensé: “En esta vida, no encontraré a nadie que me ame tanto como él.”

Pero una mañana, mientras preparaba el desayuno, escuché un golpe fuerte desde el dormitorio. Corrí y lo encontré tirado en el suelo, inmóvil, con el rostro pálido y la boca torcida. Grité y llamé un taxi para llevarlo de inmediato al hospital. El médico dijo que había sufrido un derrame cerebral, que estaba parcialmente paralizado y que probablemente no se recuperaría.

Esa noche, mientras limpiaba la habitación para mover la cama, abrí el armario para buscar una manta ligera. De repente, cayó al suelo un grueso fajo de sobres. Me agaché para recogerlos, pero antes de que pudiera verlos bien, una bolsa de plástico negra cayó con fuerza desde el compartimento superior.

La bolsa se abrió al caer, derramando docenas de frascos de medicamentos, jeringas y cápsulas de colores extraños. Con manos temblorosas, los recogí para leer: la mayoría eran estimulantes fisiológicos extremadamente potentes, muchos de ellos prohibidos desde hacía tiempo. Algunos frascos tenían fechas de caducidad de hace 7 u 8 años, y las etiquetas estaban llenas de letras extranjeras. Algunos estaban vacíos, pero aún desprendían un olor penetrante y desagradable.

Me quedé paralizada, con el corazón latiendo con fuerza. En mi mente comenzaron a pasar una por una todas aquellas noches “llenas de amor”… Y comprendí que no era salud natural, ni vigor divino… sino veneno que poco a poco lo estaba consumiendo.

La puerta se abrió, y él entró con la ayuda de una enfermera después de recibir su suero. Al verme sosteniendo la bolsa de medicamentos, se quedó atónito. Tras un largo silencio, dijo con voz temblorosa:

—Lo sé… Tarde o temprano lo descubrirías. Pero yo… tenía miedo de que algún día te cansaras de mí… de que me dejaras… por eso tuve que usar esas cosas.

En ese momento sentí tristeza, enojo, y un nudo amargo en la garganta. Pero luego me di cuenta… que eso solo era la superficie. Porque al fondo de la bolsa de plástico había un sobre grueso, con un documento adentro que llevaba el nombre de alguien… que jamás imaginé que tendría relación con mi esposo.