¡No, no! ¡Voy a ir tras papá! ¡Lo voy a ayudar! Él cura a todos en el pueblo. ¡Solo que no pudo curar a mamá!

— ¡No, no! ¡Voy a ir tras papá! ¡Lo voy a ayudar! Él cura a todos en el pueblo. ¡Solo que no pudo curar a mamá!

Larisa apenas podía mantener los ojos abiertos, su cuerpo tan débil que cada paso que daba era como atravesar un océano de arena pesada. La casa, su hogar, parecía un mundo lejano, y el amor que una vez había creído poseer se desvanecía como el sol al final de un día sin esperanza. Gleb la observaba con una falsa preocupación, su expresión se llenaba de frialdad con cada segundo que pasaba.

— Vamos, cariño, ya casi hemos llegado —dijo Gleb, con una calma inquietante.

Pero Larisa no podía hacer nada más que seguirlo. Cada vez que su mente intentaba aferrarse a una ilusión de esperanza, su cuerpo le respondía con un dolor punzante. La cabaña que se levantaba ante ella era una especie de pesadilla, con sus paredes inclinadas y su aspecto de ruina olvidada por el tiempo.

— ¿Estás seguro de que la curandera vive aquí? —preguntó Larisa, su voz temblando por el miedo y el agotamiento.

Gleb sonrió con una extraña satisfacción en su rostro.

— Claro, querida, aquí está. Solo un poco más… —la urgió mientras la empujaba hacia el porche desvencijado.

Larisa se desplomó en el banco de madera con un suspiro de alivio momentáneo. Las sombras de la cabaña parecían devorar la luz, y el aire estaba impregnado de polvo y humedad. Miró a Gleb, quien estaba parado a su lado con una expresión que ya no escondía nada de su verdadera naturaleza.

— Gleb… aquí no vive nadie… —susurró, su voz apenas audible.

— ¡Es cierto! —rió él, su risa sonaba vacía. — Nadie ha vivido aquí durante años. Y si tienes suerte, morirás de muerte natural… y si no… —hizo una pausa, disfrutando de su poder. — Te encontrarán los animales salvajes.

Larisa no podía creer lo que escuchaba. Estaba tan exhausta que ni siquiera podía levantarse de la banca para confrontarlo. ¿Cómo había llegado a este punto? Un matrimonio que comenzó como una ilusión, se convirtió en una pesadilla donde la traición y la codicia habían comenzado a corroer cada rincón de su ser.

Gleb, cuya presencia siempre había sido tan magnética al principio, había dejado claro su desprecio. Lo único que Larisa representaba para él era un medio para alcanzar la riqueza, y ahora que había logrado todo lo que quería, ya no la necesitaba más.

— ¿Y mi dinero no me da asco? —musitó Larisa, con la boca reseca por el miedo y la incredulidad.

— ¡Es MI dinero! —gritó Gleb, mientras comenzaba a caminar alrededor de la cabaña como un animal enjaulado. — Si hubieras registrado todo a mi nombre, estaríamos en otro lugar ahora. Pero fuiste terca…

Larisa cerró los ojos, incapaz de soportar más. Sabía que Gleb no solo había destruido su vida, sino que ahora la había condenado a morir en ese lugar solitario. La sensación de traición era tan grande que sentía que el aire ya no la alcanzaba.

Fue entonces cuando escuchó el crujido en la puerta. Algo cambió en el aire, y un estremecimiento recorrió su espalda. Abrió los ojos con dificultad, y allí, frente a ella, apareció una niña. No tenía más de siete u ocho años, con una chaqueta demasiado grande para su pequeño cuerpo y los ojos brillando con una mezcla de curiosidad y dulzura.

— ¡No tengas miedo! —le dijo la niña, sentándose junto a ella.

Larisa, sorprendida, trató de incorporarse.

— ¿De dónde eres? ¿Cómo terminaste aquí?

La niña sonrió de manera traviesa.

— Ya estuve aquí antes. Cuando papá me trae, yo me escondo. ¡Que se preocupe él! —dijo con una espontaneidad que hizo que Larisa olvidara por un momento su agonía.

— ¿Te está haciendo daño? —preguntó Larisa, con la voz quebrada.

— ¡No! Solo me obliga a ayudar! Si no escucho, me hace lavar los platos. ¡Toda una montaña! —La niña extendió los brazos con frustración.

Larisa, a pesar de la dolorosa situación, no pudo evitar sonreír débilmente.

— Quizá solo esté cansado. Si tuviera a mi papá… haría todo por él…

— ¿Murió tu papá? —preguntó la niña.

Larisa asintió con la cabeza, una lágrima resbalando por su mejilla.

— Sí… hace mucho tiempo… —susurró.

La niña se quedó pensativa, luego, con una extraña sabiduría para su corta edad, dijo:

— Todos morirán…

Larisa, sorprendida por la solemnidad de la niña, intentó preguntar más, pero la niña la interrumpió con una expresión decidida.

— ¡No, no! ¡Voy a ir tras papá! ¡Lo voy a ayudar! Él cura a todos en el pueblo. ¡Solo que no pudo curar a mamá!

Larisa, casi sin aliento, murmuró:

— ¿Cómo es eso?

La niña se levantó y se dirigió hacia la puerta, mirando atrás una última vez.

— ¡Mi papá es un hechicero!

Larisa la miró, incrédula. ¿Un hechicero? En ese momento, el dolor y la desesperación se vieron reemplazados por una chispa de curiosidad.

— Cariño, no existen esas cosas… —dijo Larisa con una sonrisa forzada, aunque su alma temblaba.

— ¡Sí que existen! Tú marido lo dijo, que crees en ellas. Bueno, no estés triste, ¡volveré pronto! —dijo la niña antes de desaparecer entre las sombras del bosque.

Larisa se quedó mirando la puerta cerrada, el viento susurrando entre los árboles. ¿Realmente podría ser un hechicero? Sus pensamientos dieron vueltas, pero había algo en esa niña que la hacía creer que todo podría ser posible.

En la cabaña solitaria, el futuro de Larisa se entrelazaba con un destino inesperado. ¿Era esa niña, o el hechicero, su única esperanza?

— Mi vida… no está terminada, no aún… —pensó Larisa, un leve destello de esperanza brillando en su corazón mientras la oscuridad rodeaba el lugar.