“Al volver a ver a mi exsuegra lavando platos como empleada, conmovido, saqué mi cartera y le di 5 mil pesos, aconsejándole que los guardara por cualquier emergencia. Pero la reacción de ella después nos dejó a mí y a mi nueva esposa completamente desconcertados…”
Han pasado cinco años desde el día en que me divorcié de Lan. He intentado reconstruir mi vida, pero el recuerdo de mi exsuegra, doña Sáu, aún me persigue. Ella vive sola en el pueblo, se dedica a recoger chatarra, con la espalda encorvada por el peso de la vida. Cuando yo todavía era su yerno, la apreciaba mucho, cada mes le mandaba 4 mil pesos para sus gastos. Después del divorcio, perdí contacto con ella y me quedé con el remordimiento de no poder ayudarla más. Ese día me sorprendí al verla en un restaurante. Estaba delgada, con el cabello canoso y despeinado, inclinada sobre el fregadero lavando platos. Sus manos temblaban, se secaba el sudor, y aunque su mirada mostraba cansancio, aún reflejaba fortaleza.
La llamé: —“¿Mamá… doña Sáu?” Ella levantó la cabeza, sorprendida, y sonrió con amargura: —“Así que eras tú.” Hương, que estaba a mi lado, frunció el ceño y no dijo nada. Sin pensarlo mucho, saqué la billetera y puse 5 mil pesos en sus manos. —“Mamá, quédese con esto, para cualquier emergencia. Perdón por no haber podido ayudarla en todo este tiempo.” Doña Sáu miró el dinero, con los ojos brillosos, pero no lo rechazó. De repente, Hương torció la boca y con voz sarcástica dijo: —“Muy generoso, ¿no? Comes en mi casa, duermes en mi cama, y aun así regalas 5 mil a otra persona. Qué rico te sientes.” Su voz sonó fuerte, los clientes alrededor voltearon a ver, algunos hasta se rieron con burla. Me puse rojo, iba a explicar algo, pero de pronto doña Sáu habló con voz fría: —“Tiene razón. Él sí es generoso. Pero ¿sabes qué? Este dinero… no lo necesito.” Entonces, doña Sáu se enderezó, con la mirada firme y aguda, muy diferente de su aspecto débil de hace un momento. Sacó de su bolsillo un fajo grueso de billetes y lo puso con fuerza sobre la mesa.
El golpe de los billetes sobre la mesa hizo eco en todo el restaurante. La gente dejó de comer tacos y enchiladas, los meseros se quedaron congelados con las charolas en alto. Nadie podía apartar la vista de la anciana que, minutos antes, parecía débil y derrotada.
Doña Sáu respiró hondo y, con voz firme, dijo:
—“Yo sé lo que es tener hambre. Sé lo que es dormir en el suelo con frío. Pero también sé lo que es levantarse sola. Estos cincuenta mil pesos me los gané recogiendo fierro viejo, botellas y cartón. No necesito limosnas.”
Hương se cruzó de brazos, indignada, y soltó una risa burlona:
—“¿Entonces para qué trabaja aquí, lavando platos como sirvienta?”
El murmullo del público se volvió más fuerte, algunos clientes chasquearon la lengua en desaprobación. Doña Sáu no se inmutó. Con un movimiento lento, se quitó el mandil húmedo y lo dejó sobre el fregadero. Sus manos, arrugadas pero firmes, acariciaron el fajo de billetes.
—“Trabajo aquí porque quiero, no porque me falte. Yo no busco dinero… busco dignidad.”
El silencio fue absoluto. Hương palideció, y yo sentí que me ardía el rostro. No podía creer lo que escuchaba. La mujer que yo había creído frágil resultaba más fuerte que cualquiera de nosotros.
Doña Sáu me miró directamente a los ojos:
—“Tú me diste dinero cuando eras mi yerno, y te lo agradecí. Pero el verdadero valor de un hombre no está en la cartera, sino en cómo trata a la gente. Hoy tienes la oportunidad de demostrar que aprendiste. ¿O vas a seguir escondiéndote detrás del dinero?”
Me quedé helado. Sus palabras eran como cuchillos, pero también como un llamado.
De pronto, un aplauso rompió el silencio. Era un señor sentado en la esquina, comiendo menudo. Luego se unieron más, hasta que todo el restaurante aplaudía. No a mí, ni a Hương, sino a doña Sáu.
Hương, roja de rabia, tomó su bolso y salió dando un portazo. Yo la miré irse sin intentar detenerla. Por primera vez en años, no sentí miedo de perder. Sentí alivio.
Me volví hacia doña Sáu, con la voz temblorosa:
—“Mamá… enséñeme a empezar de nuevo.”
Ella sonrió apenas, con esa serenidad que solo tienen los que han sufrido y han vencido. Luego recogió el fajo de billetes, lo guardó en su blusa y respondió:
—“No necesitas mi dinero ni mis consejos. Solo necesitas humildad… y el valor de no repetir tus errores.”
El murmullo volvió al restaurante, pero yo ya no escuchaba nada. Sabía que mi vida acababa de cambiar en ese instante.