Monja no dejaba de EMBARAZARSE, pero al nacer el último BEBÉ, un detalle CHOCANTE lo cambia todo.
Una monja queda misteriosamente embarazada todos los años, incluso viviendo en un convento donde ningún hombre ponía un pie, lo que dejaba a la madre superiora cada vez más intrigada. Pero todo cambió cuando la religiosa finalmente descubrió la razón y un detalle impactante que explicaba cómo esa monja quedaba embarazada año tras año. Esa verdad la llevó directo al ataúz. Madre, yo creo que estoy embarazada. Otra vez. La voz temblorosa de la hermana Esperanza rompió el silencio sereno de aquella mañana en el convento.
Ella sostenía en brazos a un bebé de pocos meses que dormía profundamente y a su lado, de pie, un niño de menos de 2 años se aferraba a su hábito blanco, mirando con curiosidad a la madre superiora. La madre Caridad, que hasta entonces estaba serena, concentrada en las tareas diarias de la administración del convento, sintió que el corazón le fallaba por un segundo. Se llevó la mano al pecho asustada y miró a la joven monja con los ojos muy abiertos.
¿Cómo que embarazada? Preguntó en shock. Está pasando todo otra vez, madre, igual que las otras veces. Las náuseas, el mareo y ahora mi cuerpo. Ya empezó a volverse un poco más redondito, respondió Esperanza con una sonrisa tranquila, como si estuviera hablando de lo más común del mundo. La madre respiró hondo, intentando contener la desesperación. Se acercó un poco más y miró fijamente a los ojos de la monja. ¿Estás segura de lo que estás diciendo? cuestionó con la esperanza de que fuera solo un error, un susto momentáneo.
Sí. Madre, conozco estos síntomas. Ya lo sentí dos veces antes y esta vez es igual. Estoy embarazada, madre”, dijo la joven monja sonriendo con ternura. Un niño más va a llenar de alegría este convento. Pero la sonrisa de esperanza no calmó a la madre caridad. Muy por el contrario, sintió que el rostro se le ponía pálido. Angustiada, negó con la cabeza. “Pero, ¿cómo es posible, hermana Esperanza?”, preguntó bajando la voz. como si alguien pudiera oír lo que decían.
Usted sabe que esta es la tercera vez. ¿Cómo puede estar embarazada otra vez? La respuesta llegó con la misma tranquilidad desconcertante de las veces anteriores. Madre, lo juro, no lo sé. No tengo idea de cómo sucede. Solo sé que sucede como las otras veces. Soy pura. Usted lo sabe. Pero eso no tiene sentido. Solo hay una forma en que una mujer queda embarazada, insistió la madre ahora caminando de un lado a otro nerviosa. Lo sé, pero no soy como las otras mujeres.
Usted lo sabe, dijo Esperanza con firmeza. Dios me envió otro regalo y estoy lista para recibirlo con los brazos abiertos. La madre Caridad suspiró profundamente. Sus ojos se llenaron súbitamente de lágrimas contenidas. El misterio no era nuevo y justamente por eso era tan perturbador. Por tercera vez en 3 años aquella joven afirmaba estar embarazada de forma imposible. Si esa es realmente la voluntad de Dios dijo ella, bajando el tono de voz. Entonces que así sea. Pero hoy mismo llamaré a la doctora Paloma.
Necesitamos confirmar ese embarazo. Esperanza asintió con la cabeza y sonró como si estuviera satisfecha con la decisión. Claro, madre. Está bien. Ahora voy a preparar un biberón para Miguel. Seguro tiene hambre. Con el bebé todavía en brazos, la monja se dio la vuelta y salió con pasos ligeros, como si todo aquello fuera algo cotidiano. Pero no lo era. Nada de eso era normal. Y la madre lo sabía muy bien. Tan pronto como Esperanza salió, la madre Caridad permaneció inmóvil por unos segundos, paralizada por el torbellino de pensamientos.
Luego se dirigió lentamente al rincón de oración que había en su oficina. Se arrodilló frente a la imagen de la Virgen y cerró los ojos con fuerza. “Dios mío, no dudo de tus milagros”, murmuró ella con la voz entrecortada. “Pero necesito una luz, una respuesta. ¿Qué está pasando en este convento? Pocos minutos después, Yamás recompuesta tomó el teléfono y llamó a la médica de confianza del convento. Paloma, es urgente. Necesito que vengas lo más pronto posible. Pasaron algunas horas hasta que Paloma, una médica joven pero respetada, llegó al convento.
Fue recibida por la propia madre que la condujo hasta una de las habitaciones donde Esperanza ya la esperaba, sentada en la cama con una expresión de serenidad que contrastaba con toda la tensión en el aire. Paloma fue directa. Se puso los guantes, midió la presión, escuchó los latidos y recogió una muestra para la prueba rápida. La madre, que estuvo al lado todo el tiempo, no paraba de caminar de un lado a otro, inquieta, como si el corazón supiera que una vez más lo imposible estaba a punto de confirmarse.
Cuando la médica finalmente terminó, se volvió hacia las dos y respiró hondo. “Entonces, doctora, preguntó la madre sin poder esperar ni un segundo más. Ella está embarazada.” Paloma asintió con seriedad. Sí, Esperanza está embarazada. El silencio que siguió fue casi ensordecedor. La madre dio un paso atrás tambaleándose y tuvo que apoyarse en el borde de la silla. Es el tercer año seguido, murmuró atónita. Esto no es posible. Esperanza, ¿has pecado? ¿Tú te acostaste con alguien? La joven monja pareció ofenderse con la pregunta.
Sus ojos se abrieron de par en par y sostuvo a Miguel con más fuerza. Madre, ¿cómo puede preguntarme eso? Usted sabe muy bien. Yo nunca me he acercado a ningún hombre. Nunca. Esto es es Dios. Madre, no hay otra explicación. Un milagro. Se levantó con cuidado y miró alrededor de la habitación. Con excepción del padre Camilo, ningún hombre entra en este convento. Ninguno. Y yo paso mis días cuidando de Miguel y de Pablo. Y ahora cuidaré de uno más.
La doctora Carraspeó intentando interrumpir con delicadeza. Madre Caridad, hice un examen completo. No hay señales de relaciones, ni marcas, ni rastros. La hermana Esperanza permanece intacta. Ella es técnicamente pura. La madre cruzó los brazos con la mirada fija en la ventana, como si buscara respuestas en el cielo. Después de algunos segundos, respiró hondo. Está bien. Si esa es la verdad, entonces la aceptaremos. Esa criatura será bienvenida. Así como lo fueron Miguel y Pablo, la cuidaremos con el mismo amor.
Esperanza sonrió con los ojos llenos de lágrimas y se volvió a sentar abrazando a Miguel con ternura. La madre entonces se despidió y acompañó a Paloma hasta el portón del convento. Mientras caminaban en silencio por los fríos pasillos de piedra, el corazón de la superiora pesaba como nunca antes, porque en el fondo ella lo sabía. Nada en esa historia era normal. Y eso era solo una pieza más de un rompecabezas que aún estaba lejos de ser resuelto.
Ya en la puerta principal, antes de que la doctora se marchara, Caridad se detuvo sujetando el brazo de la joven con suavidad, pero con firmeza. Aló, por favor, se lo pido una vez más. No comente nada con nadie sobre lo que vio hoy aquí. No quiero el nombre de nuestro convento en los periódicos por culpa de la hermana Esperanza. La médica con su serenidad habitual asintió con la cabeza. Quédese tranquila, madre. Igual que las veces anteriores, lo que vi aquí no saldrá de los muros de este santuario.
Ni una palabra. Los bebés, el embarazo, el milagro de esperanza, nada será mencionado. La madre agradeció con una leve sonrisa, pero en el fondo, tranquilidad era lo último que sentía. Apenas cerró el portón, volvió caminando lentamente hacia dentro del convento. Sus pensamientos giraban sin parar dentro de su cabeza. un torbellino de dudas, de miedo y de desconfianza. Sola otra vez, se sentó en el banco frente a la capilla interna y apoyó los codos sobre las rodillas, entrelazando las manos como si buscara respuestas en el silencio.
“Tres años”, murmuró en voz baja, casi como si intentara convencerse a sí misma. Tres años seguidos, sin ningún contacto con hombre alguno, cerró los ojos con fuerza, sintiendo el pecho apretado. “Milagro. Será realmente un milagro, Señor? Yo quiero creer. Quiero tanto creer, pero mi corazón grita que hay algo mal, algo está pasando justo delante de mis ojos y no lo puedo ver. Horas después, aún con la inquietud en el pecho, la madre llamó a Ana Francisca, su compañera más leal y mano derecha dentro del convento.
Una monja de mediana edad, siempre dedicada, discreta y observadora. Las dos se sentaron en la pequeña sala junto a la biblioteca. Caridad se acomodó en su sillón preferido, cruzó las manos sobre el regazo y miró con seriedad a su compañera. Ana, ¿ya te enteraste de la novedad? Preguntó intentando mantener la voz firme. La monja frunció el ceño sin entender. ¿Qué novedad, madre? Caridad dudó por un momento, luego habló. Esperanza está embarazada otra vez. Ana Francisca abrió los ojos con sorpresa.
No, no puede ser. Habla en serio. Sí, la doctora Paloma lo confirmó esta mañana. La misma historia de siempre. Mareos, náuseas, el cuerpo cambiando y ahora la prueba positiva. La monja se recostó en la silla en shock. Madre, usted sabe que eso no es normal. Ya se lo dije antes. Caridad solo asintió con la cabeza en silencio. Ana Francisca, como si contara en los dedos invisibles de la memoria, parecía intentar comprender lo imposible. Después de unos segundos, habló con cautela.
¿Usted cree que esto sea realmente un milagro? La madre suspiró profundamente como si llevara el peso del mundo sobre los hombros. Ana, no quiero dudar del poder de Dios jamás, pero algo dentro de mí grita. me alerta, me dice que hay algo escondido en estos embarazos. Que Dios me perdone si estoy equivocada, pero esta vez no voy a aceptarlo así como así.” Miró directamente a la otra monja con convicción en los ojos. Voy a descubrir cómo Esperanza volvió a quedar embarazada y más que eso, voy a descubrir cómo va a nacer ese bebé.
Porque en los otros dos partos, cuando la gestación completaba 9 meses, Esperanza simplemente aparecía con el bebé en brazos misteriosamente. Ana Francisca guardó silencio por unos instantes, digiriendo aquellas palabras. Luego asintió levemente con la cabeza. Puede contar conmigo, madre. Vamos a descubrir juntas qué está pasando en este convento, sea lo que sea. Pero lo que ninguna de las dos sabía era que al tocar ese misterio, al buscar la verdad detrás de los embarazos de esperanza, estaban acercándose a un peligro real, un peligro tan grande que cambiaría el destino del convento para siempre.
Porque ese secreto, ese secreto en particular llevaría a la madre caridad directo a un ataú de madera y a siete palmos bajo tierra. El silencio de la verdad enterrada jamás podría ser escuchado. Pero para entender cómo empezó todo, había que volver un poco en el tiempo. Poco más de 2 años atrás, el sol todavía iluminaba suavemente los fríos pasillos del convento, cuando Paloma, la joven médica, recién llegada a la región, hacía sus primeras visitas voluntarias. Paloma había llegado al convento apenas unas semanas antes.
Había aparecido como quien no quiere nada, ofreciendo ayuda con humildad y dedicación. Desde entonces se había convertido en la responsable voluntaria de la salud de todas las hermanas. La madre Caridad y la hermana Ana Francisca la acompañaban con atención mientras ella medía la presión de cada monja, entregaba pequeños frascos de vitaminas y compartía algunas palabras amables con las religiosas. Al terminar las consultas, Paloma caminó con la bata levemente abierta y una sonrisa sincera en el rostro hasta la madre y su asistente.
Todas están bien, madre, sanas y fuertes. Prometo que la próxima semana regresaré para seguir atendiéndolas. Dijo animada. La madre sonrió tocando el brazo de la doctora en señal de gratitud. No sé cómo agradecerte, hija. De verdad, no te imaginas cuánto nos has ayudado. Paloma devolvió la sonrisa moviendo la cabeza. No tiene que agradecerme. Lo que yo hago es tan poco, comparado con lo que ustedes hacen aquí, llevar la fe, el amor de Dios, es mucho más valioso que cualquier receta o medicina que yo pueda dar.
Ana Francisca, tocada por las palabras de la doctora, murmuró, “Eres un ángel paloma, un ángel enviado por Dios para cuidarnos.” La joven doctora rió con suavidad. Un ángel, no, pero quién sabe, tal vez algún día un verdadero ángel baje del cielo a este convento, que es un verdadero santuario. La madre y Ana rieron junto con ella, aún sin saber cuánto cambiaría el significado de aquellas palabras en el futuro. Ese día, después de despedirse de Paloma, las monjas volvieron a sus rutinas.
La madre Caridad regresó a su oficina, donde comenzó a revisar los planes de las próximas actividades espirituales y tareas organizativas. La noche cayó sobre el convento Santa Gertrudis con un silencio sereno, casi sagrado. Después de un largo y cansado día de tareas, oraciones y dudas acumuladas, la madre superior a Caridad se aseguró de que todas las monjas y novicias estuvieran en sus dormitorios. Cada puerta cerrada, cada pasillo en calma y la única luz encendida era la de una lámpara sobre el altar de la capilla principal.
En aparente paz, Caridad se retiró a su aposento. Como hacía todas las noches, se arrodilló junto a la cama. Juntó las manos con devoción y murmuró su última oración del día. Agradeció por la fuerza para seguir con su misión, por las vidas bajo su cuidado y pidió una vez más sabiduría. Que el Señor traiga luz a lo que mis ojos aún no pueden ver y que la verdad, por más dura que sea, siempre encuentre el camino hacia mí”, susurró antes de acostarse.
Apenas había cerrado los ojos cuando un sonido seco y pesado rompió el silencio. Era el ruido de algo cayendo con fuerza, haciendo vibrar ligeramente el suelo del convento. El estruendo se escuchó como un trueno apagado. La madre se incorporó de inmediato en la cama con el corazón acelerado y la espalda erizada. “Dios mío, ¿qué fue eso?”, murmuró sintiendo un escalofrío recorrerle la piel. El ruido parecía venir del patio interno. Instintivamente se levantó de un salto. Aún con su ropa de dormir, caminó con pasos cautelosos hasta la puerta, la abrió lentamente y miró hacia los lados.
Todo estaba en silencio, demasiado silencio. Decidida, fue hasta la habitación de al lado, donde dormía su fiel compañera del convento, la hermana Ana Francisca. Golpeó la puerta con delicadeza, intentando no alarmar a las demás hermanas. “Ana, ¿estás despierta?”, llamó en voz baja. La puerta se entreabrió enseguida. La monja, con el cabello recogido en un moño simple y los ojos medio dormidos, respondió, estaba durmiendo, madre, pero también escuché algo. Pensé que era una rama de árbol cayendo afuera.
Caridad negó con la cabeza seria. No, hermana, el sonido vino de dentro del convento del patio. Ana Francisca abrió los ojos sintiendo el corazón acelerarse. Dentro del convento, repitió en un susurro tenso. ¿Estás segura? Ana, tú me conoces. Vivo aquí desde hace décadas. Conozco este lugar como la palma de mi mano. Sé de dónde vino ese sonido. Algo pasó en el patio. Voy a ver qué fue. La hermana respiró hondo y sin dudar dijo, “Entonces voy con usted.” Ambas, calzándose rápidamente sus sandalias y cubriéndose los hombros con chalinas, cruzaron los pasillos oscuros.
El camino hasta el patio parecía más largo de lo normal. Esa noche esperaban encontrar algo simple, una maceta rota, una estatua caída, cualquier cosa que explicara ese ruido. Pero lo que vieron las dejó sin palabras. Se detuvieron de golpe. Los ojos bien abiertos reflejaban el brillo de la luna que se derramaba sobre el patio. La madre se llevó la mano a la boca en estado de shock. No puede ser, murmuró ella con la voz casi inaudible. Mis ojos, mis ojos deben estar engañándome”, dijo Ana Francisca sin aliento.
Allí, tendida en el suelo de piedra había una joven, pero no era cualquier joven. Su piel era extremadamente blanca, su rostro delicado, casi etéreo, y llevaba un hábito, un hábito completamente blanco, diferente a todos los que usaban las hermanas de ese convento. La tela parecía brillar bajo la luz de la luna, como si estuviera hecha de algo celestial. Las dos se acercaron despacio con el corazón a 1000. La joven estaba acurrucada en posición fetal, inmóvil. ¿Estará muerta?
Susurró Ana Francisca con la mano temblando cerca del pecho. La madre se arrodilló junto a la desconocida y con cuidado tocó su hombro. Está viva dijo aliviada al sentir el leve calor de su piel. Ana, llama ahora a la doctora Paloma. Pídele que venga de inmediato. Mientras la otra monja corría por los pasillos con pasos rápidos, la joven en el suelo comenzó a moverse. Lentamente abrió los ojos confundida. Intentó sentarse, pero aún parecía débil y desorientada. “¿Dónde?
¿Dónde estoy?”, preguntó con voz baja y temblorosa. La madre se acercó más, tocando suavemente el brazo de la joven y ofreciéndole una sonrisa acogedora. Estás en el convento Santa Gertrudis, hija mía. Estás a salvo. ¿Puedes decirme tu nombre? ¿Sabes cómo llegaste aquí? La muchacha alzó la vista perdida, como si buscara respuestas entre las estrellas. Intentó pensar, pero las palabras no venían. Se pasó la mano por la cabeza frustrada. Yo yo no sé. No recuerdo nada, ni mi nombre ni cómo llegué aquí.
Poco después, Ana Francisca regresó. Todavía algo agitada. Madre, la doctora Paloma está en camino. Con cuidado, las dos ayudaron a la joven misteriosa a ponerse de pie. Se apoyaba en ellas con dificultad, temblando levemente. La madre decidió llevarla hasta la cocina, donde estaba más cálido. La sentaron a la mesa. Mientras Ana Francisca preparaba un té caliente, Caridad seguía haciendo preguntas sencillas, intentando encontrar cualquier pista sobre quién era esa mujer, pero ella solo movía la cabeza confundida. Cuando finalmente Ana le entregó la taza, la joven la tomó con manos temblorosas, pero antes de beber, algo al costado le llamó la atención, un espejo colgado en la pared.
Se giró lentamente, miró su propio reflejo por unos segundos y entonces se llevó la mano a la boca asustada. ¿Soy una monja? Preguntó como si escuchara la pregunta por primera vez. La madre dudó. miró a Ana Francisca, que tampoco parecía saber qué responder. Entonces, Caridad habló con voz suave, pero firme. Si Dios de alguna manera te trajo hasta aquí, entonces sí eres una de nosotras. La joven bajó la mirada, aún asustada, pero un poco más tranquila. La madrugada todavía cubría el convento Santa Gertrudis con su denso silencio cuando Paloma finalmente llegó apresurada con su maletín de exámenes en la mano.
La madre Caridad y la hermana Ana Francisca la recibieron en la entrada y le contaron con detalle todo lo que había ocurrido aquella noche inusual. La doctora no disimuló su asombro al escuchar que una monja misteriosa había sido encontrada inconsciente en el patio, vestida de blanco y sin memoria, pero enseguida asumió su papel y se dirigió al ala donde la joven estaba descansando. La mujer del hábito blanco estaba sentada en una silla cerca de la chimenea de la cocina, aún temblorosa, sosteniendo una taza de té entre las manos.
Cuando vio a Paloma acercarse, abrió los ojos un poco asustada, pero no dijo nada. Paloma sonrió con amabilidad y dijo, “Solo quiero examinarte. Está bien, seré muy rápida.” Realizó algunos exámenes básicos, tomó la presión, escuchó los latidos, verificó reflejos y pupilas. Tras unos minutos, guardó los instrumentos en el maletín y dio su diagnóstico inicial. “Físicamente está completamente bien”, dijo mirando a la madre. “Pero tendremos que investigar esa amnesia. Es como si hubiera bloqueado toda la memoria anterior al momento en que la encontraron.
La hermana Ana Francisca cruzó los brazos pensativa. Madre, ¿no deberíamos llevarla a la comisaría? Tal vez la policía pueda identificar quién es, buscar familiares, registros, lo que sea. La sugerencia apenas había sido dicha cuando la monja de blanco se sobresaltó. Sus ojos se abrieron con miedo y la taza casi se le cayó de las manos. “Por favor no”, exclamó con la voz entrecortada. “No me lleven allí. No quiero ir a la comisaría. Por favor, madre, déjeme quedarme aquí.
No sé quién soy, pero siento que este es mi lugar. Caridad dudó. La mirada de la joven era tan angustiada, tan llena de desesperación, que algo en el corazón de la madre se encogió. Era como si una voz interior le dijera que no la entregara. Al menos no todavía. Está bien”, dijo tras algunos segundos de silencio. “Vas a quedarte aquí hasta que descubramos quién eres. No vamos a involucrar a la policía por ahora.” Luego miró a Paloma y a Ana Francisca.
“Cuento con su discreción. Mañana, cuando las demás hermanas despierten, diremos que es una nueva novicia. Una joven enviada para ayudarnos. Nadie necesita saber cómo llegó hasta aquí, al menos no hasta entender quién es realmente.” Ambas asintieron sin cuestionar. La doctora, aunque sorprendida, confiaba en la sabiduría de la madre y Ana Francisca, como siempre apoyaba sus decisiones. La joven de blanco, aún con los ojos llenos de lágrimas, miró a las tres y preguntó con delicadeza, “¿Pero y mi nombre?
No sé cómo me llamo. ” Caridad se acercó, le tomó las manos con firmeza y respondió, “Desde hoy te llamarás Esperanza, hermana Esperanza.” Y así, sin pasado, sin identidad, sin recuerdos, aquella mujer entró oficialmente al convento. Un secreto vivo, un misterio que caminaba entre ellas. A la mañana siguiente, como se había acordado, Esperanza fue presentada a las demás religiosas como una novata. Las hermanas la aceptaron sin cuestionamientos. Ella se mostró humilde, devota y dispuesta a ayudar en todas las tareas.
En los días que siguieron, la madre Caridad se sumergió en una verdadera investigación silenciosa. Rebuscó en periódicos, portales de personas desaparecidas, registros de conventos e incluso bases de datos penitenciarias. Ninguna joven desaparecida coincidía con la apariencia de esperanza. Nada. Era como si hubiera surgido de la nada. Mientras tanto, la monja recién nombrada vivía su rutina con dedicación ejemplar. Rezaba con fervor, ayudaba en la cocina. Cuidaba del jardín y de las novicias. Su fe parecía genuina, su dulzura sincera y su memoria seguía siendo un enigma.
Entonces, cuando la paz parecía haberse instalado en el convento, ocurrió un nuevo episodio sorprendente. Una tarde, Esperanza comenzó a quejarse de mareos y náuseas. Tuvo que sentarse varias veces y Ana Francisca notó que estaba pálida. Al preguntarle, respondió con una sonrisa tímida. Es solo una indisposición. Debe ser algo que comí. Pero los síntomas se repitieron en los días siguientes hasta que la madre decidió no arriesgarse. “Llama a Paloma”, pidió con firmeza. “Quiero un examen completo.” La doctora no tardó en llegar y examinó a Esperanza con atención.
Tomó la presión, hizo preguntas, analizó los signos. Esto es muy extraño, dijo Paloma frunciendo el ceño. Pero esos síntomas son típicos del inicio de un embarazo. El silencio cayó como una bomba en el ambiente. La madre abrió los ojos impactada. No, no puede ser. Ella no puede estar embarazada. Ana Francisca, con la mirada sorprendida, recordó el detalle obvio. Madre, no sabemos de dónde vino. Ella no recuerda nada. Tal vez, tal vez no era realmente una monja antes de llegar aquí.
Caridad se llevó la mano a la frente y respiró hondo. Aquello era demasiado para procesar. Le pidió a Paloma que realizara la prueba de embarazo de inmediato. Minutos después llegó el resultado y cayó como un rayo sobre el convento. Positivo. Esperanza estaba embarazada. Ella misma parecía más en shock que todas las demás. se sentó al borde de la cama sujetando con fuerza el borde del colchón, los ojos bien abiertos de puro asombro. Pero, ¿cómo? Yo soy una monja.
Lo siento, en mi corazón, yo sé que lo soy. ¿Cómo puedo estar embarazada? La madre se acercó lentamente intentando mantener la calma. ¿Recuerdas haberte involucrado con alguien, algún hombre antes de llegar aquí? Preguntó con cuidado. Esperanza negó con la cabeza. con lágrimas en los ojos. No, no recuerdo nada, nada de mi pasado, ni un rostro, ni un nombre, nada. Paloma, aún mostrando desconfianza, decidió examinarla una vez más. Su expresión se puso seria y enseguida llamó a la madre con un gesto urgente.
Madre, por favor, tiene que ver esto. Caridad se acercó al igual que Ana Francisca. Paloma señaló los resultados y mostró detalles del examen físico. La madre, experta en tratar con mujeres de todas las edades tras años de convivencia, sabía exactamente lo que estaba viendo. Ana Francisca también observó atentamente y ambas quedaron incrédulas. El cuerpo de esperanza no mostraba ninguna señal de haber sido tocado, ninguna violación, ningún indicio de contacto físico. Todo indicaba una pureza absoluta. La madre tragó saliva.
La sangre parecía haberse retirado de su rostro. Ella, ella es pura, murmuró. Entonces, ¿cómo explicar ese embarazo? Una vez más, el misterio se instalaba entre los muros del convento. El clima de tensión en el santuario de Santa Gertrudis fue por un breve instante interrumpido por algo inesperado. Esperanza, la monja de vestiduras blancas y pasado ausente sonríó. Una sonrisa amplia, iluminada que sorprendió a todos a su alrededor. Pasó lentamente la mano sobre su vientre y dijo con dulzura, “Voy a tener un hijo.
Es un milagro de Dios. dijo emocionada. La madre Caridad, aunque era una mujer de fe inquebrantable, se sintió incómoda. Aquello era demasiado, incluso para su corazón devoto. Su mirada se dirigió a Paloma con seriedad y cuando quedaron a solas no pudo esconder su inquietud. ¿Estás segura de que no pudo haber sido un falso positivo? preguntó cruzando los brazos con el rostro tenso. Paloma, siempre cuidadosa, respondió que había repetido la prueba para asegurarse. Y hay algo más, madre.
Como usted misma notó, su cuerpo sigue siendo puro. Ningún hombre la tocó. Esto desafía todo lo que conocemos. La noticia fue como un terremoto dentro del corazón de la madre. Decidida a buscar orientación espiritual, tomó una decisión. llamó al padre Camilo, su viejo amigo, un hombre que dirigía la Iglesia Católica en la región y a quien ella siempre recurría cuando algo escapaba a su comprensión. Horas después, el padre llegó y la madre le contó todo. La aparición de la joven sin memoria, las vestiduras blancas que no pertenecían a ninguna orden, el embarazo confirmado sin contacto físico y los exámenes que demostraban su pureza intacta.
El padre Camilo abrió los ojos visiblemente afectado. “¿Tienes idea de lo que me estás diciendo?”, murmuró mirando a la madre con incredulidad. “Confieso que al principio dudé”, dijo Caridad con la cabeza baja. “Pero los exámenes, Camilo, son claros. Ella está embarazada y es pura inmaculada. Yo misma lo vi.” El padre guardó silencio durante algunos minutos, reflexionando antes de hablar. Si todo esto es verdad, es un caso sagrado, un milagro, pero no podemos permitir que esta historia se difunda.
Si sale de aquí, la prensa va a invadir el convento. Los curiosos van a destruir lo divino. Protéjanla y protejan a ese bebé. La madre asintió. Así se hará. Y así se decidió. Nadie fuera del convento sabría jamás sobre el embarazo de esperanza. Ella seguiría siendo cuidada allí con todo el esmero, lejos de los ojos del mundo. La propia joven aceptó sin titubear. Siento que este es mi lugar. Fue Dios quien me trajo hasta aquí y aquí es donde quiero quedarme, dijo ella, Serena.
Pasaron los meses, Paloma comenzó a visitar el convento con frecuencia, siempre para verificar el avance del embarazo. El vientre de esperanza crecía visiblemente. Sin embargo, ciertos comportamientos llamaron la atención de Caridad y Ana Francisca. La monja de blanco insistía en hacer todos los exámenes sola con Paloma. No quería testigos y siempre que alguien se acercaba demasiado, protegía su barriga con las manos y decía, “Pueden tocarlo después de que nazca. Pero ahora prefiero que sea así. Él debe permanecer intocable.
Dios así lo quiere. La frase dicha con tanta seguridad dejaba a todos desconcertados. Ana Francisca, con la experiencia de quien ya ha acompañado a muchas mujeres embarazadas, empezó a inquietarse. En un momento de confidencia con la madre, le confesó, “Algo no está bien con la hermana Esperanza Madre, no querer que nadie toque su barriga y hay más. He visto muchas embarazadas y todas se quejan de dolores, de dificultad para caminar, de cansancio. Esperanza no siente nada, camina ligera, hace todo con facilidad.
Es como si como si no llevara nada dentro. La madre suspiró sin saber qué pensar. Todo ha sido un misterio desde el día en que apareció, pero el vientre está ahí, Ana. Y la doctora Paloma confirmó el embarazo. No podemos negarlo. Tarde o temprano ese bebé va a nacer y si Dios quiere tendremos nuestras respuestas. El tiempo pasó. El noveno mes llegó. Esperanza seguía activa, caminando por los pasillos, rezando, ayudando en el huerto. No mostraba señales de cansancio.
Ana Francisca lo observaba todo desde lejos, sin más preguntas, solo tomando nota mental de cada detalle. Una tarde, Ana Francisca, aún sospechando que había algo más enigmático en el embarazo de esperanza que el simple hecho de ser inmaculada, le planteó una idea a la madre. ¿No sería mejor que fuera a un hospital? Ya llegó al noveno mes. Podemos quitarle el hábito. Nadie necesita saber que es una monja. Pero cuando la madre fue a hablar con esperanza sobre la sugerencia de Ana Francisca, ella se negó con firmeza.
No, madre, no quiero. Dios me puso aquí y aquí es donde deben hacer mi hijo. Todo va a salir bien. Lo siento. La madre no insistió. Se limitó a asentir con un leve gesto, aunque por dentro la ansiedad la consumía. Y entonces, una noche silenciosa, cuando todos ya se habían recogido, la madre escuchó un sonido que hizo que su corazón latiera más rápido. Un llanto, un llanto de bebé. Salió corriendo por los pasillos, descalza, con el alma en vilo.
Cuando llegó a la habitación de esperanza, lo que vio la dejó paralizada por un instante. La monja de blanco estaba sentada en la cama, su hábito manchado con marcas rojas. En los brazos, acunado con cuidado, un recién nacido lloraba con fuerza, llenando el ambiente con el sonido de la vida. “Dios mío”, murmuró Caridad llevándose las manos al rostro. Ana Francisca llegó enseguida. Sus ojos recorrieron la escena incrédula. La duda que había guardado en silencio durante meses se desmoronó allí mismo.
El bebé entonces era verdad. Pero la mente de Ana fue tomada por otra pregunta. ¿Quién hizo el parto?, preguntó dando un paso al frente. No hizo falta esperar la respuesta. La madre, aún en shock, ya había pensado lo mismo, pero Esperanza, serena y con la mirada iluminada, respondió antes de que el silencio se volviera incómodo. Yo misma lo hice. Con la ayuda de Dios, “Mi hijo nació en mis manos”, dijo ella, mirando al bebé con cariño. Y en ese momento ningún argumento parecía lo suficientemente fuerte como para discutirlo.
El bebé estaba ahí vivo, saludable. en sus brazos. Pero antes de saber la verdad, detrás de Esperanza, ¿quién era esa monja? ¿Y era realmente un milagro? Cuéntame en los comentarios, ¿crees que las mujeres que eligen el camino religioso deben mantenerse puras toda la vida o que todas deberían vivir la experiencia de ser madre? Y dime también desde qué ciudad estás viendo este vídeo, que voy a marcar tu comentario con un lindo corazón. Y ahora volvamos a nuestra historia.
Así fue como el pequeño Pablo vino al mundo, envuelto en misterio, pero también rodeado de amor. Un bebé lleno de vida, de luz, que encantaba a todos con sus ojos brillantes y su llanto fuerte. La madre Caridad y Ana Francisca fueron las primeras en bañarlo, emocionadas por la fragilidad de aquel pequeño cuerpo que de alguna manera ya cargaba con el peso de ser considerado un milagro. Al día siguiente se realizó una ceremonia sencilla, pero profundamente conmovedora en la capilla del convento.
El padre Camilo sostuvo al bebé en sus brazos y frente a las hermanas reunidas pronunció las palabras del bautismo. Este niño es un regalo del cielo, un obsequio de Dios para este lugar sagrado. Declaró con la voz entrecortada mientras bendecía a Pablo con agua bendita. Todos en el convento miraban al niño con ojos de asombro. Era difícil no impresionarse con aquella historia. Una monja que apareció de la nada, sin memoria, vestida de blanco, que quedó embarazada aún siendo pura.
A pesar del asombro, aún flotaba en el aire un silencio atónito, como si nadie pudiera procesar del todo lo que estaba ocurriendo. Pocos días después, Pablo fue registrado oficialmente. La madre Caridad, aunque detestaba mentir, optó por declarar que el bebé había sido dejado en el convento por alguien desconocido. Era la única manera de protegerlo y también de proteger a Esperanza. Después de todo eso, la madre creía que el convento al fin encontraría algo de paz, pero la calma no duró.
Apenas pasaron unos meses y esperanza volvió a quedar embarazada. Esta vez dio a luz a Miguel, otro niño sano, sonriente y también envuelto en misterio. Ya habían pasado dos años desde que aquella monja apareció por primera vez caída en el patio del convento y una vez más Esperanza estaba embarazada. Ante esto, la madre Caridad convocó una nueva reunión con los dos pilares que sostenían sus dudas y su fe. El padre Camilo y la hermana Ana Francisca. Reunidos en su oficina, la madre suspiró profundamente y miró al padre a los ojos.
Camilo, yo siempre he creído en los milagros. Fue por eso que recibía esperanza. Fue por eso que bauticé a sus hijos. Pero tres hijos, tres embarazos, todo sin explicación. Mi corazón está inquieto. Necesito entender qué está pasando. Ana Francisca, sentada a un lado, no dudó en expresar su opinión. Que Dios me perdone si hablo de más. Pero desde el principio todo esto me pareció muy extraño. El padre se rascó la barbilla pensativo y respondió con cautela. Yo yo no sé qué pensar.
Estoy tan sorprendido como ustedes. Pero miren, los exámenes muestran que ella sigue siendo pura y además de mí ningún otro hombre entra en este convento. ¿Cómo se explica eso? Si no es un milagro, ¿qué es? Entonces, Ana Francisca empezó a enumerar los puntos que la venían inquietando desde hace tiempo. La ausencia total de memoria desde el día en que apareció, la forma en que se comporta cuando está embarazada, siempre activa, nunca se queja de dolor. Y hay algo que nunca discutimos en profundidad.
Esperanza nunca amamantó a los niños. La madre frunció el ceño. Es verdad. Nunca produjo leche. Continuó Ana. Siempre compramos leche para alimentar a Pablo y Miguel y eso es como mínimo curioso para una mujer que ha dado a luz dos veces. Esas palabras sumieron la sala en un silencio denso. Por primera vez los tres estaban unidos por una sospecha creciente. Decidieron entonces observar a Esperanza con más atención. Pero los meses pasaron y no ocurrió nada. El vientre de esperanza crecía como en las veces anteriores.
Ella seguía siendo dulce, servicial, tranquila. Ayudaba en las oraciones, en la cocina, en el jardín. Cuidaba de sus dos hijos con dedicación. A los ojos de cualquiera que no conociera su historia era imposible sospechar algo. Volvieron a reunirse, pero esta vez fue el padre Camilo quien tomó la delantera en la conversación. Tal vez, tal vez estemos equivocados. Tal vez todo esto sea realmente obra de Dios, un milagro. Y estamos dudando, estamos pecando. La madre Caridad cruzó los brazos aún dividida.
Camilo, mi corazón todavía me dice que hay algo oculto frente a mis ojos, pero tal vez tengas razón. Tal vez yo esté pecando al cuestionar tanto. Fue entonces cuando Ana Francisca, más inquieta que los dos, sugirió algo que aún no habían intentado. La observamos durante el día, pero y por la noche ya pensaron en eso. Tal vez el secreto solo pueda revelarse cuando nadie está mirando. La madre dudó. No lo sé. No sé si debemos seguir investigando.
Tal vez deberíamos simplemente dejar que la vida siga el plan que Dios preparó. Pero Ana insistió. Solo un intento más, madre. Entonces el padre recordó algo, se levantó y dijo, “En la iglesia, por los robos recientes, instalé cámaras de seguridad. Tal vez puedan ayudar. Podemos hacer lo mismo aquí.” Y así se decidió. Esa misma tarde, Camilo entregó las pequeñas cámaras a la madre y a la hermana. Las dos instalaron los dispositivos discretamente en algunos pasillos del convento, cuidando que ninguna de las otras monjas y especialmente esperanza, sospechara nada.
La noche cayó sobre el convento. Todo parecía normal, pero al amanecer, justo después de las oraciones matutinas, Ana Francisca fue al despacho de la madre con los ojos ansiosos y el corazón acelerado. Madre, las cámaras. Tenemos que ver, tenemos que saber si registraron algo. Cuando adelantaron las imágenes hasta la madrugada, el corazón de la madre Caridad y de Ana Francisca parecía querer salirse del pecho. El convento, como de costumbre, estaba envuelto en el silencio del sueño. Ningún movimiento en los pasillos hasta que algo apareció.
La imagen reveló la puerta del cuarto de esperanza abriéndose lentamente. Con pasos suaves, casi flotando, apareció la monja de hábito blanco. No llevaba nada en brazos. Los niños dormían en silencio. Sola caminó silenciosamente por los pasillos del convento. “Va hacia la capilla”, susurró Ana Francisca, ya con la piel erizada. En la pantalla vieron a Esperanza abrir la puerta de la pequeña capilla interna. Entró con cuidado y durante varios minutos permaneció allí dentro inmóvil. Cuando finalmente reapareció, regresó a su habitación con la misma tranquilidad con la que había salido.
La madre y Ana se miraron incrédulas. “Salió sola de noche. ¿Qué habrá ido a hacer?”, murmuró Caridad, aún tratando de razonar. Ana cruzó los brazos y respondió con convicción, “Si está escondiendo algo, sea divino o humano, está en la capilla. Tal vez el misterio ha estado frente a nuestros ojos todo este tiempo, madre.” La madre no respondió, pero su mirada llevaba la misma inquietud. Esa misma noche, las dos decidieron actuar. Se reunieron en el despacho de la madre, apagaron todas las luces y se quedaron allí en silencio observando las cámaras en el monitor.
Fingían estar dormidas, pero estaban atentas. Y entonces ocurrió de nuevo. Esperanza salió de su cuarto, cruzó los pasillos como una sombra y entró en la capilla. Ahora dijo la madre levantándose de inmediato. Las dos salieron apresuradas y corrieron hasta la capilla. Abrieron la puerta con cuidado, con el corazón acelerado, pero adentro nada, ni rastro de esperanza. Desapareció, susurró Ana pasmada. ¿Cómo es posible? Caridad miró a su alrededor examinando el suelo, las paredes, las imágenes sagradas, buscando alguna pista.
Fue entonces cuando Ana, distraída, pisó una de las tablas del suelo que crujió de forma diferente. “Madre, ¿esto aquí está fuera de lugar?”, preguntó agachándose. La madre se acercó y respondió con firmeza. “No, esto no es normal. Parece que hay algo debajo.” Se arrodillaron y comenzaron a mover la madera. Después de algunos segundos, la tabla se dio revelando una abertura, un agujero oscuro, profundo, oculto durante décadas bajo los pies de la capilla. Una escalera antigua descendía hacia abajo y allí, al fondo, había un túnel.
Pero antes de cruzar el túnel, algo aún más perturbador llamó su atención. Al lado de la escalera había una pequeña habitación, una especie de cuartito improvisado escondido bajo el suelo de la capilla. Entraron y de inmediato se llevaron las manos a la boca en estado de shock. Dentro del cuarto secreto había vientres falsos, varios, de todos los tamaños. Algunos con tiras elásticas aún sujetas, otros apilados sobre cajas. No, esto no puede ser verdad, murmuró la madre sin poder apartar la vista.
nos engañó todo este tiempo, susurró Ana paralizada. Pero, ¿y los bebés? Pablo, Miguel, si no son hijos suyos, ¿de quién son?”, dijo Caridad con la voz temblorosa. El silencio fue roto por un sonido que le seló la sangre. Pasos, pasos que venían desde el túnel. Sin pensar, las dos se escondieron detrás de unas cajas en la esquina del cuartito. Permanecieron inmóviles conteniendo la respiración. La figura que apareció en el cuarto fue la propia esperanza. Aún vestía el hábito blanco, pero su barriga había desaparecido.
Ella caminó tranquilamente hasta una de las cajas, tomó uno de los vientres falsos, lo ajustó sobre sí y en pocos segundos ya parecía embarazada nuevamente. Después de eso, desapareció por el mismo camino por donde había venido. Las dos monjas permanecieron escondidas por algunos segundos más en absoluto silencio. Cuando el sonido de los pasos desapareció, salieron de su escondite cruzando miradas cargadas de incredulidad. “Nos está engañando desde el principio, Dios mío”, murmuró la madre sin fuerza en la voz.
“¿Pero quién es ella y qué hay al final de ese túnel?”, preguntó Ana sintiendo la garganta seca. Decididas a descubrir la verdad, las dos caminaron hasta la entrada del túnel. Se tomaron de las manos y comenzaron a avanzar con la única luz proveniente de la linterna débil del celular antiguo de la madre. El túnel era frío, estrecho, con olor a humedad. Cada paso resonaba en las paredes, aumentando aún más la tensión en el ambiente. “Madre, ¿y si es peligroso?”, preguntó Ana con la voz casi en un susurro.
No podemos retroceder ahora. Vamos a terminar con esto de una vez. Para saber quién es realmente la hermana Esperanza y qué está escondiendo aquí, necesitamos llegar hasta el final”, respondió Caridad firme. Siguieron caminando por unos minutos hasta que finalmente llegaron a una nueva escalera. Subieron con cautela. En la parte superior había una trampilla de madera. La madre respiró hondo y empujó. Lo que encontraron del otro lado las dejó sin palabras. Estaban en una habitación estrecha. y húmeda, una antigua celda de prisión.
Tendida en una cama, había una mujer con uniforme de prisionera. Se parecía mucho a Esperanza, quizás uno o dos años mayor. Su vientre, expuesto, revelaba un embarazo avanzado. La mujer abrió los ojos de par en par al verlas. “¿Qué hacen aquí?”, exclamó asustada. “Tienen que irse ahora.” La madre intentó acercarse con cuidado. “Calma, necesitamos respuestas. Los bebés, Pablo, Miguel, son tus hijos. La mujer con los ojos llenos de lágrimas asintió. Mi hermana solo intentaba ayudarme, salvar a mis hijos.
Por favor, tienen que irse. Él viene. Si las encuentra aquí, todo estará perdido. Por favor, váyanse. Protejan a mi hermana y a los niños. No dejen que queden desamparados. La madre no pudo reaccionar. Ana Francisca se llevó la mano a la boca completamente conmocionada. Él quién, preguntó Ana Francisca con los ojos abiertos de par en par, sintiendo el corazón oprimido en el pecho. La mujer en la celda se encogió mirando con desesperación a las dos monjas. No hay tiempo para explicar.
Tienen que salir de aquí ahora! Gritó en pánico. Antes de que la madre Caridad o Ana Francisca pudieran reaccionar, escucharon pasos firmes y apresurados. Un hombre apareció en el pasillo de la prisión. Era alto, bien vestido, con la apariencia de alguien rico e influyente, pero su mirada era fría, gélida. Apenas vio a las dos monjas, frunció el ceño y gritó, “¿Qué hacen estas criaturas aquí? ¿Son ustedes las que están robando a mis hijos?” La madre intentó responder, pero se congeló al ver su gesto.
El hombre llevó la mano a la cintura y fue entonces cuando Ana Francisca vio el brillo metálico del arma. La mujer embarazada en la celda gritó desesperada, “¡Corran, salgan de aquí ahora!” Sin pensar, Caridad y Ana se dieron la vuelta y salieron corriendo por el túnel. La madre tiró de la trampilla cerrando la entrada con fuerza mientras corrían por los pasillos subterráneos. Poco después, ambas subían las escaleras que daban a la capilla, jadeando con los corazones acelerados como nunca.
Mientras corrían por los pasillos del convento, Ana todavía intentaba entender lo que había presenciado. Madre, ¿qué está pasando? ¿Quién es ese hombre? ¿Quién era esa mujer? Preguntó entre sollozos entrecortados por la respiración. No lo sé, Ana, pero Dios nos protegerá. Él nos mostrará la verdad y nos librará del mal. dijo Caridad jadeando sin detenerse. Apenas entraron de nuevo en los pasillos principales, corrieron hasta la habitación de esperanza. Ella estaba allí sentada con los dos niños a su lado, fingiendo tranquilidad.
Sin rodeos, la madre entró y fue directo al punto. ¿Quién eres en realidad? ¿Qué está pasando aquí? Basta de mentiras, esperanza. La falsa monja se levantó lentamente fingiendo confusión. Madre, ¿qué está diciendo? Ustedes saben que no recuerdo nada. Pero Ana Francisca se adelantó indignada. Basta, ya lo sabemos todo. Usas una barriga falsa. Lo vimos con nuestros propios ojos y también vimos a la mujer embarazada, la verdadera madre de esos bebés en aquella celda. Y un hombre apareció diciendo que era el padre de los niños.
La voz de Ana salió firme, dolida. Fuiste acogida aquí en un lugar sagrado. Te cuidamos, te dimos un nombre, un hogar. Y así es como nos lo pagas, mintiendo, engañando, fingiendo ser monja. Esperanza guardó silencio. Su mirada pasó por los dos niños dormidos en la esquina del cuarto. Las lágrimas empezaron a correr por su rostro. Cayó de rodillas llorando desesperadamente. Perdón. Por favor, perdónenme. Mentí, pero lo hice para protegerlos. para salvar a mis sobrinos. Mi hermana está presa, presa por culpa de él, y ahora sabe dónde estamos.
Él va a venir. Temblaba sosteniendo las manos de la madre. Solo quería mantener a los niños a salvo. Antes de que pudiera decir algo más, un estruendo resonó afuera. La madre se llevó la mano a la boca. Dios mío, forzaron la reja del convento. Ella lo sabía. sabía exactamente de dónde venía ese sonido. Esperanza de un salto, tomó la llave del cuarto y se la entregó a Ana Francisca. Protégelos, él no puede saber dónde están. Cierra la puerta, por favor, Ana.
Yo puedo entregarme, pero a los pequeños no se los lleva. Y sin dar tiempo a protestas, salió corriendo por el pasillo. La madre fue tras ella, gritando, “Esperanza, espera, espera. ” Toblaron un pasillo y fue cuando se toparon con él. Guillermo, el hombre de la celda, la misma mirada sombría, ahora más furiosa que nunca, apuntó el arma a esperanza y gritó, “¿Dónde están mis hijos, Cristina? Voy a matarte.” Cristina, el verdadero nombre de esperanza, finalmente salió a la luz.
“Jamás los vas a ver”, gritó ella de vuelta. Ya están lejos, Guillermo. Nunca los vas a tocar, monstruo. La madre, aún intentando entender toda la verdad, extendió las manos y trató de intervenir. Por favor, baja esa arma. Hablemos. Nada de esto tiene que terminar así. Pero Guillermo la miró con desprecio. Cállate, vieja. Quítate de mi camino. Esto es entre mí y esta hipócrita que finge ser santa. Por el amor de Dios, escucha lo que te estoy diciendo, insistió Caridad con la voz temblorosa.
Basta de palabras, gritó él preparando el gatillo y apuntando el arma a esperanza sediento de furia. La falsa monja cerró los ojos, segura de que era su final. Pero en el instante exacto en que se escuchó el disparo, algo inesperado sucedió. La madre, en un impulso desesperado, se lanzó frente a Esperanza. El sonido del disparo retumbó por los pasillos. El impacto arrojó a Caridad contra la pared. Madre, gritó Cristina corriendo hacia ella. Guillermo, al darse cuenta de lo que había hecho, se quedó congelado.
Sus manos temblaban. Comenzó a retroceder en shock por su propio acto y fue en ese instante que se oyeron las sirenas acercándose. El padre Camilo entró por la reja forzada acompañado de policías armados. Ana Francisca, después de encerrarse en el cuarto había llamado suplicando ayuda. “Suelte el arma ahora”, ordenó uno de los oficiales. Guillermo ni siquiera reaccionó. Fue inmediatamente esposado, reducido por los agentes. Cristina seguía arrodillada al lado de la madre que sangraba, pero aún respiraba. “Por favor, resiste, resiste”, repetía ella con la voz quebrada.
En el hospital, Paloma y un equipo médico realizaron una cirugía de emergencia para retirar la bala. Fueron horas tensas, pero la vida ganó. La madre Caridad sobrevivió. Cuando finalmente abrió los ojos, rodeada de aparatos y sábanas blancas, su primera pregunta no fue sobre el dolor ni el disparo. Esperanza. ¿Quién es ella? ¿Qué pasó realmente todos estos años en ese convento? Tras días de tensión y una cirugía delicada, la madre Caridad por fin se recuperó. Aún débil, pero con la mente clara, pidió hablar con esperanza, o mejor dicho, Cristina, su verdadero nombre.
Frente a la madre, Cristina no dudó. Con los ojos llenos de lágrimas, decidió contar toda la verdad. “Yo nunca fui monja, madre”, dijo ella con la voz entrecortada. Mi nombre es Cristina y soy hermana de Mónica, la mujer que ustedes vieron en aquella celda y también de Paloma. La madre abrió los ojos sorprendida. Paloma, la doctora. Cristina asintió respirando hondo antes de continuar. Todo comenzó cuando nuestra hermana del medio, Mónica, decidió separarse de su marido. Guillermo, un hombre poderoso, influyente, pero que detrás de todo era un monstruo.
Ella descubrió que era un criminal. Con la cabeza baja, Cristina explicó que Mónica estaba embarazada de pocas semanas cuando decidió romper el matrimonio. Guillermo, como venganza, armó un plan cruel. Acusó a su exesposa de un crimen que nunca cometió. Mónica fue arrestada injustamente. Su destino estaba sellado. Tendría al hijo en prisión y lo perdería para siempre. Guillermo planeaba robar al bebé y dejarla pudriéndose tras las rejas, dijo Cristina con la rabia contenida en los ojos. Y fue entonces que Paloma y yo decidimos actuar.
Necesitábamos salvar a mi hermana y al bebé. Cristina contó que descubrieron mediante antiguos mapas subterráneos un túnel que conectaba la prisión con el convento. Paloma se ofreció como voluntaria en el convento, ganándose la confianza de las monjas mientras estudiaba los caminos hasta la celda de Mónica. La intención era sacar a su hermana de allí, pero Mónica se negó. dijo que era demasiado arriesgado, que Guillermo la buscaría por todo el mundo. El plan era sacar solo al bebé y criarlo aquí, lejos de los ojos de él, al menos hasta que pudiéramos probar la inocencia demónica.
Fue entonces cuando Cristina tuvo la idea de inventar una identidad falsa, fingiendo ser una monja sin memoria. Asumiría un embarazo falso con vientres de silicona y en el momento indicado aparecería con el bebé en brazos. Sería solo por poco tiempo hasta que Paloma pudiera demostrar la inocencia de mi hermana, pero tardó mucho más de lo que imaginábamos. Con los ojos llenos de lágrimas, Cristina confesó algo que ni ella esperaba. Mónica quedó embarazada dos veces más en prisión.
Guillermo, al darse cuenta de que habían desaparecido con el primer hijo, la obligó a tener otro y luego uno más. Decía que ella le daría el heredero que tanto quería. Aún estando presa, fue forzada. Susurró con la voz quebrada. Cristina cayó de rodillas pidiendo perdón a la madre. Mentí. Engañé a todas ustedes, pero hice todo esto para proteger a mis sobrinos, para salvarlos de ese hombre. Y ahora, gracias a lo que pasó, él está preso y mi hermana libre.
La madre en silencio la miraba fijamente. Ana Francisca también estaba presente, visiblemente afectada. Cometiste un error grave, Cristina, muy grave. Y Paloma también. Jugaron con la fe, con nuestra confianza. Podrían haber confiado en nosotras. Yo habría hecho cualquier cosa por ayudar. Dijo Caridad con firmeza. Hubo un silencio pesado, pero entonces la madre suspiró y añadió, “Aún así las perdono, porque aunque fue por un camino torcido, lo hicieron para salvar vidas inocentes y esos niños son un regalo de Dios.” Días después, Cristina sorprendió a la madre con un pedido inesperado.
“Madre, quiero quedarme aquí. Quiero seguir el camino de Dios y también quiero cambiar mi nombre. Si usted me lo permite, quiero seguir siendo llamada esperanza. La madre se emocionó, sonríó y asintió con ternura. Esperanza, tienes mucho que aprender, pero lo que hiciste por amor nadie lo puede negar. Tienes un corazón puro y tal vez ese siempre haya sido tu verdadero nombre. Mónica comenzó a visitar el convento con frecuencia. agradecía a las hermanas por el cuidado de sus hijos y decía con orgullo que había reencontrado a su familia y su fe.
Paloma continuó con su trabajo voluntario, ahora sin mentiras, y junto a las hermanas reconstruía los lazos que el miedo y el secreto casi habían destruido. Y Esperanza, aquella que un día fingió ser monja, ahora seguía el verdadero camino de la vocación, rodeada de oración, perdón y amor. Al final descubrió que no necesitaba fingir ser de Dios, porque Dios ya había elegido su corazón mucho antes de que todo comenzara.