El esposo tuvo una aventura con una joven durante 10 años… La esposa hizo escándalos, pero nunca logró separarlos. Al final, murió de rabia y dolor.

El hombre mantuvo su relación extramarital con aquella joven durante diez años enteros. Todos en el pueblo lo sabían, excepto su esposa, que sufría en silencio. Ella había hecho escándalos, había amenazado con divorciarse, había suplicado para mantener el hogar unido por sus hijos… pero nada sirvió. Él seguía viendo a su amante con descaro, incluso la llevaba a casa, como si su esposa fuese invisible.

La impotencia, la amargura y la enfermedad poco a poco la consumieron. Hasta que un día, aquella esposa murió entre lágrimas, dejando atrás a dos hijos que aún no habían crecido del todo.

El luto aún no había terminado cuando la amante se mudó descaradamente a la casa, ocupando el lugar de la legítima. Al principio, todo parecía estable: el esposo la mimaba, los hijos poco a poco obedecían y, desde fuera, la gente pensaba que ella había logrado “la victoria final”.

Pero solo cinco años después, todo se derrumbó.

El esposo cayó gravemente enfermo, postrado en cama. La fortuna se fue desangrando en tratamientos médicos. La segunda esposa mostró su verdadero rostro: no quería gastar en cuidados, era descuidada y solo se preocupaba por retener los papeles de las propiedades.

El clímax llegó en el quinto aniversario luctuoso de la primera esposa. La familia se reunió, y cuando la segunda mujer estaba preparando la ofrenda, los dos hijos del esposo se levantaron y lanzaron un anuncio como un rayo:

—“Hemos solicitado la certificación de todos los bienes de nuestros padres. Toda esta tierra y esta casa pertenecen a nuestra madre. Los papeles que tienes en tus manos no tienen ningún valor. Desde hoy, te pedimos que te marches.”

La familia entera quedó atónita. La amante palideció, temblando hasta casi desmayar.

En ese momento, un tío de la familia habló con voz firme, cada palabra cortante como un cuchillo:
—“Antes de morir, tu cuñada ya lo había previsto. Ella transfirió en silencio todas las propiedades a nombre de sus hijos, dejando solo una pequeña parte bajo custodia de un hermano. Callamos durante cinco años para ver cómo tratabas a esta familia. Y ahora… cada uno cosecha lo que siembra.”

El esposo, desde su habitación, rompió en llanto llamando desesperadamente el nombre de su primera esposa. Mientras tanto, la amante —ahora segunda esposa— quedó reducida a la nada: sin bienes, sin estatus, sin siquiera compasión.

En ese instante, el murmullo del pueblo resonó:
—“La esposa legítima murió en humillación… pero al final fue la verdadera vencedora en silencio.”

El ambiente de la casa aquel día era sepulcral. En el altar, con el humo del incienso elevándose, el retrato de la primera esposa parecía brillar, con esos ojos bondadosos que aún vigilaban a todos.

Los dos hijos se arrodillaron frente al altar, con lágrimas cayendo a raudales:
—“Madre… al fin hemos cumplido tu voluntad. Hemos conservado esta casa, hemos guardado el legado que nos dejaste.”

El esposo, débil en su lecho, hizo un esfuerzo por alzar la voz:
—“¡Lan!… Me equivoqué… Te fallé… Perdóname…”

Pero lo único que lo acompañó fue el silbido del viento entre las rendijas y el olor acre del incienso.

La amante —convertida en “segunda esposa”— temblaba abrazando los papeles inútiles. Todas las miradas de la familia se clavaban en ella, no con ira, sino con un desprecio gélido, más hiriente que cualquier golpe.

Ella rompió en llanto, cayendo de rodillas:
—“Solo quería un hogar… Me equivoqué…”

Pero nadie respondió.

El tío mayor se levantó y ordenó con un ademán:
—“Desde hoy ya no eres parte de esta casa. Sal antes de que anochezca.”

Ella, tambaleante, recogió sus pocas pertenencias. No quedaba oro, ni tierras, ni posición. Todo se había desvanecido, dejándola con la vergüenza de enfrentar sola las miradas del pueblo.

Afuera, las voces cuchicheaban:
—“La codicia siempre trae desgracia.”
—“La esposa legítima murió con dolor, pero al final conservó toda su dignidad.”

Aquella tarde, cuando el sol se ocultaba, los hijos encendieron otro incienso y susurraron frente al altar:
—“Descansa en paz, madre. Nosotros viviremos también la parte de vida que no alcanzaste a vivir.”

El humo del incienso se mezcló con los últimos rayos del sol, formando un resplandor cálido, como la sonrisa de la primera esposa: aquella mujer que sufrió en silencio toda su vida, pero que finalmente triunfó en la calma eterna.