La suegra y el yerno se fueron de la casa, llevándose todos los ahorros y dejando solo una nota breve dentro de la caja fuerte…
Después de la boda, como aún éramos jóvenes y no teníamos suficiente economía, mi esposo aceptó vivir en la casa de mis padres. Él se llevaba muy bien con mi madre, así que la vida transcurría en armonía, sin esas tensiones de “suegra y yerno” de las que todos hablan.
Mi madre, aunque solo era ama de casa, siempre se veía joven y arreglada gracias al dinero que ganaba mi padre. Muchas veces en la calle nos confundían con hermanas en lugar de madre e hija.
Mi papá trabajaba mucho, y como no quería que mi madre se sintiera sola, siempre que mi esposo y yo salíamos, la invitábamos. Éramos tres en todo: viajes, paseos, comidas.
Últimamente notaba algo extraño: mi madre y mi esposo se susurraban demasiado, y cuando preguntaba, lo negaban.
Esta mañana desperté y no encontré a mi esposo en la cama. Fui al cuarto de mi madre y tampoco estaba. Al bajar, vi la caja fuerte abierta de par en par: todo el dinero y el oro habían desaparecido.
Solo quedaba un papel escrito con la letra de mi esposo:
“No nos busques. Considera que el destino termina aquí.”
Las piernas me temblaron, todo mi cuerpo se desplomó. No podía creer lo que veía: mi madre —la que me dio la vida— y mi esposo —el hombre al que le entregué mi juventud— se habían ido juntos, llevándose todo y dejándome sola con la vergüenza y el dolor.
En mi mente aparecieron las imágenes: sus susurros, las miradas cómplices que fingí no ver. Todo era cierto.
El teléfono vibró. Un mensaje de un número desconocido decía:
“No nos culpes. Solo queremos vivir de acuerdo a lo que sentimos.”
Sentí que el corazón se me rompía en mil pedazos. Todo lo que había creído era solo una farsa.
Me desplomé en el suelo, con la casa entera retumbando en silencio.
Llamé una y otra vez a sus teléfonos, pero estaban apagados.
Mi padre, al regresar apresuradamente de un viaje de trabajo, cayó casi desmayado cuando leyó la nota. Su cabello parecía encanecer más de diez años en un instante.
Los vecinos empezaron a murmurar, la noticia se esparció como pólvora. Unos me compadecían, otros se burlaban. Yo ya no tenía fuerzas ni rostro para salir.
Al día siguiente fuimos al banco: todas las cuentas estaban vacías. Mi padre murmuró con voz temblorosa:
—“Tu madre… y ese hombre… se llevaron todo.”
Entre lágrimas grité:
—“¿Por qué, mamá? ¿Acaso olvidaste que yo soy tu hija?”
El teléfono volvió a vibrar. Otro mensaje del mismo número:
“No nos busques más. Empieza tu vida de nuevo.”
Apreté el celular contra mi pecho. ¿Empezar de nuevo? Cuando las dos personas más importantes me habían traicionado de la manera más cruel…
Mi padre me puso la mano en el hombro, con los ojos rojos pero la voz firme:
—“No los necesitamos. Nosotros dos saldremos adelante. Volveremos a empezar.”
Me derrumbé sobre su hombro, llorando con fuerza. Y en ese momento comprendí: el único hombre que nunca me abandonaría era mi padre.
Respiré profundo, sequé mis lágrimas y me prometí: desde hoy ya no seré débil. Me levantaré, cuidaré de mí misma y viviré con dignidad.
Ellos… que el tiempo y el destino se encarguen de juzgarlos.