Vivir con el miedo constante de no alcanzar a ver el final de mi propia deuda. Vivir sabiendo que lo que destruye no es el dinero, sino la vergüenza, la enfermedad y el silencio.

Me llamo Javier.
Hoy, en la casa de mi esposa, hubo un velorio, un aniversario luctuoso familiar. Me llamaron para que fuera, como todos los años. Y les mentí. Les dije que en la fábrica no daban permiso, que el patrón no me dejaba salir.
La verdad es otra. No fui porque no tengo cara. Porque me da vergüenza. Porque no puedo mirar a los ojos a nadie en esa casa sin sentir un nudo en la garganta.

A mi suegra le debo dinero.
A mi cuñado también.
Incluso mi cuñada tuvo que pedirle al banco por mí, firmando papeles que ni eran suyos.
La suma total: más de cien mil pesos.

Cien mil pesos que pesan sobre mi espalda como si fueran toneladas. Y aunque pago al banco cada mes, aunque no me atraso, el peso del recuerdo no se aligera. El dinero se descuenta, pero la vergüenza se queda.

Có thể là hình ảnh về 6 người

Alguna vez pensé: “Si dejo el juego, si me alejo de las cartas y las apuestas, todo será más fácil.”
Qué ingenuo.
El dinero dejó de irse, sí, pero los fantasmas se quedaron.
Las miradas de desconfianza.
Las palabras nunca dichas.
El silencio en la mesa cuando llego.

De noche casi no duermo.
Cierro los ojos y siento que todo da vueltas.
A veces me despierto empapado en sudor, el corazón golpeando como si quisiera salirse del pecho.
Hace unas noches, tuve una crisis extraña: sentí la boca torcida, como si la lengua se me enredara. Quise hablar, pero no me salió la voz. Todo lo que pude hacer fue estirar la mano hacia mi esposa, rogando que me despertara.
Duró unos minutos. Después se fue solo.
Pero yo ya no volví a ser el mismo.

Al día siguiente, fui al médico del IMSS.
Me miró serio y me dijo: “Señor, hay signos de aneurisma. Tiene riesgo de un derrame.”
Lo escuché y me reí. Pero la risa me salió amarga.

¿Cómo no va a reírse uno?
Debo dinero.
Mi esposa y mis hijos viven con lo justo.
Y ahora resulta que también la vida se me acorta.
Como si no fuera suficiente con lo que cargo.

Me pregunto: ¿me alcanzará el tiempo para pagar antes de morir?
Esa es la pregunta que me taladra todas las noches.

Cada día es lo mismo:
Trabajo de sol a sol, en la maquila, en el campo, en donde caiga.
Llego a casa con el cuerpo molido, pero la mente más cansada todavía.
Me siento frente al plato de frijoles y arroz, pero no me pasa bocado.
El sueño tampoco llega.
Es como estar vivo sin estarlo.

Si todo sale bien, en un año habré pagado todo.
Un año.
Pero ¿y si no lo tengo? ¿Y si mañana me caigo en la calle y no me levanto más?

El dinero, tarde o temprano, se paga.
Pero la salud, la paz, la dignidad… esas, cuando se pierden, ningún banco te las devuelve.

En las madrugadas, miro a mis hijos dormir.
Sus caritas tranquilas, sus cuerpos pequeños enredados en las cobijas gastadas.
Y me pregunto si algún día me perdonarán.
Si entenderán que no fue por maldad, sino por debilidad.
Que no quise ser este hombre derrotado, enfermo, lleno de deudas.

En el barrio, muchos murmuran.
“El que perdió todo en las apuestas.”
“El que arrastró a la familia de la mujer en su caída.”
Lo escucho, lo sé, y me callo.
Porque ¿qué voy a responder?
Es verdad.

Hay noches en que camino solo por las calles polvorientas del pueblo.
Miro las luces apagarse una por una.
Y pienso en desaparecer yo también, sin hacer ruido, sin molestar más a nadie.
Pero regreso. Siempre regreso.
Porque mis hijos me esperan.
Porque aunque sea roto, sigo siendo su padre.

Me digo que voy a resistir.
Que un año pasa rápido.
Que la deuda va a terminar.
Pero la voz dentro de mí insiste: “¿Y si no lo logras? ¿Y si mañana es el último día?”

Esa es mi condena.
Vivir con el miedo constante de no alcanzar a ver el final de mi propia deuda.
Vivir sabiendo que lo que destruye no es el dinero, sino la vergüenza, la enfermedad y el silencio.

Hoy, otra vez, no fui con la familia de mi esposa.
Inventé una excusa, como siempre.
Me quedé solo, con mi cigarro, mirando al techo.
Y comprendí algo:
Perder dinero duele, sí.
Pero perderse a uno mismo… eso sí que no tiene remedio.