Un guerrero apache llegó con su bebé moribundo pidiendo leche, pero cuando aquella joven mestiza lo amamantó nunca imaginó que se convertiría en la madre que él necesitaba y el amor que cambiaría dos mundos.
En las montañas áridas de Chihuahua, donde el viento llevaba historias de dolor y esperanza, vivía Paloma Herrera, una joven de 23 años cuya sangre mestiza la había convertido en una extraña en su propia tierra. Su piel morena brillaba como el cobre bajo el sol del desierto y sus ojos negros guardaban la tristeza de quien había perdido más de lo que el corazón podía soportar.
La cabaña de troncos donde habitaba había pertenecido a su abuela Esperanza, una curandera apache que había criado a Paloma después de que sus padres murieran en una epidemia. Esperanza le había enseñado los secretos de las plantas medicinales, las oraciones en lengua apache y, sobre todo, el valor de la compasión sin límites. Ahora, con la abuela enterrada bajo el árbol de mezquite del patio, Paloma enfrentaba sola el rechazo del pueblo de San Miguel del Valle.
Las mujeres del pueblo susurraban cuando ella bajaba a comprar provisiones:
—Ahí va la India loca —decían, apartando a sus hijos como si fuera contagiosa.
—Dicen que habla con los espíritus y que su leche está…
Paloma había aprendido a caminar con la cabeza alta, pero cada palabra era una herida que se sumaba a la más profunda: la pérdida de su propio bebé. Tres meses atrás, el pequeño Joaquín había nacido sin padre conocido, fruto de una noche de violencia que Paloma prefería olvidar. Pero durante los 6 meses que vivió, ese niño había sido su razón de existir. Cuando la fiebre se lo llevó, Paloma sintió como si le arrancaran el alma. Su cuerpo seguía produciendo leche, recordándole cada día lo que había perdido.
Era una tarde de octubre cuando el destino tocó a su puerta. Paloma estaba recogiendo hierbas medicinales cuando escuchó los pasos de un caballo acercándose. Al alzar la vista, vio a un hombre alto y fuerte montado en un Mustang negro. Su piel bronceada brillaba bajo el sol y llevaba el cabello negro suelto hasta los hombros. Vestía pantalones de cuero y una camisa de algodón, pero lo que más llamó la atención de Paloma fue el bulto que llevaba envuelto contra su pecho.
El hombre la observó durante un largo momento, y Paloma notó que sus ojos mostraban una desesperación que reconocía demasiado bien. Lentamente, el guerrero desmontó y se acercó a ella sin decir palabra. Desenrolló el bulto y le mostró a un bebé de pocos meses, pálido y respirando con dificultad.
—Leche —dijo en español con acento marcado, señalando al niño y luego a ella—. Mi hijo necesita leche.
Paloma sintió que su corazón se detenía. El bebé tenía los labios secos y los ojos hundidos, signos claros de deshidratación severa. Sin pensarlo dos veces, extendió los brazos y tomó al pequeño. Era tan liviano que parecía que podría quebrarse con un gesto brusco.
—Está muy enfermo —murmuró Paloma, examinando al bebé con la sabiduría que le había enseñado su abuela—. ¿Cuánto tiempo lleva sin comer?
El hombre la miró sin comprender completamente, pero la urgencia en sus ojos era universal. Paloma lo invitó a entrar a la cabaña, donde el fuego ardía cálido en la chimenea. Con gestos, le indicó que se sentara mientras ella examinaba más detenidamente al bebé.
—Aana —dijo el hombre, señalándose a sí mismo. Luego tocó la frente del bebé—. Itzel, mi hijo.
Un guerrero apache llegó con su bebé moribundo pidiendo leche, pero cuando aquella joven mestiza lo amamantó nunca imaginó que se convertiría en la madre que él necesitaba y el amor que cambiaría dos mundos.
En las montañas áridas de Chihuahua, donde el viento llevaba historias de dolor y esperanza, vivía Paloma Herrera, una joven de 23 años cuya sangre mestiza la había convertido en una extraña en su propia tierra. Su piel morena brillaba como el cobre bajo el sol del desierto y sus ojos negros guardaban la tristeza de quien había perdido más de lo que el corazón podía soportar.
La cabaña de troncos donde habitaba había pertenecido a su abuela Esperanza, una curandera apache que había criado a Paloma después de que sus padres murieran en una epidemia. Esperanza le había enseñado los secretos de las plantas medicinales, las oraciones en lengua apache y, sobre todo, el valor de la compasión sin límites. Ahora, con la abuela enterrada bajo el árbol de mezquite del patio, Paloma enfrentaba sola el rechazo del pueblo de San Miguel del Valle.
Las mujeres del pueblo susurraban cuando ella bajaba a comprar provisiones:
—Ahí va la India loca —decían, apartando a sus hijos como si fuera contagiosa.
—Dicen que habla con los espíritus y que su leche está…
Paloma había aprendido a caminar con la cabeza alta, pero cada palabra era una herida que se sumaba a la más profunda: la pérdida de su propio bebé. Tres meses atrás, el pequeño Joaquín había nacido sin padre conocido, fruto de una noche de violencia que Paloma prefería olvidar. Pero durante los 6 meses que vivió, ese niño había sido su razón de existir. Cuando la fiebre se lo llevó, Paloma sintió como si le arrancaran el alma. Su cuerpo seguía produciendo leche, recordándole cada día lo que había perdido.
Era una tarde de octubre cuando el destino tocó a su puerta. Paloma estaba recogiendo hierbas medicinales cuando escuchó los pasos de un caballo acercándose. Al alzar la vista, vio a un hombre alto y fuerte montado en un Mustang negro. Su piel bronceada brillaba bajo el sol y llevaba el cabello negro suelto hasta los hombros. Vestía pantalones de cuero y una camisa de algodón, pero lo que más llamó la atención de Paloma fue el bulto que llevaba envuelto contra su pecho.
El hombre la observó durante un largo momento, y Paloma notó que sus ojos mostraban una desesperación que reconocía demasiado bien. Lentamente, el guerrero desmontó y se acercó a ella sin decir palabra. Desenrolló el bulto y le mostró a un bebé de pocos meses, pálido y respirando con dificultad.
—Leche —dijo en español con acento marcado, señalando al niño y luego a ella—. Mi hijo necesita leche.
Paloma sintió que su corazón se detenía. El bebé tenía los labios secos y los ojos hundidos, signos claros de deshidratación severa. Sin pensarlo dos veces, extendió los brazos y tomó al pequeño. Era tan liviano que parecía que podría quebrarse con un gesto brusco.
—Está muy enfermo —murmuró Paloma, examinando al bebé con la sabiduría que le había enseñado su abuela—. ¿Cuánto tiempo lleva sin comer?
El hombre la miró sin comprender completamente, pero la urgencia en sus ojos era universal. Paloma lo invitó a entrar a la cabaña, donde el fuego ardía cálido en la chimenea. Con gestos, le indicó que se sentara mientras ella examinaba más detenidamente al bebé.
—Aana —dijo el hombre, señalándose a sí mismo. Luego tocó la frente del bebé—. Itzel, mi hijo.