Después de vivir dos días en la casa de su hijo, la nuera le pidió 5,000 pesos al mes; la suegra, con astucia, le entregó algo que la dejó pálida

Doña Carmen se sentó en una vieja silla de mimbre, con sus manos delgadas aferradas al borde y la mirada perdida por la ventana. La casa moderna de su hijo, Andrés, amplia y luminosa, le resultaba fría. Dos días antes había llegado desde su pueblo a la Ciudad de México por invitación de Andrés, con la esperanza de vivir cerca de sus nietos y recuperar el tiempo perdido. Pero en ese breve tiempo, todo había cambiado.

Doña Carmen dejó su tierra con ilusión. Más de diez años habían pasado desde que Andrés dejara el pueblo para buscar un futuro en la capital. De joven pobre, ahora era un hombre exitoso, con una casa elegante, una esposa guapa y un hijo pequeño. Cuando él la llamó, con voz cálida, invitándola a vivir con ellos, no pudo ocultar su alegría. Empacó unas cuantas mudas, unos regalos del pueblo —chiles en vinagre, arroz criollo, pescado seco— y subió al autobús llena de esperanza.

Al llegar, Andrés fue a recibirla a la terminal. La abrazó con fuerza y le dijo sonriente:
—Me da mucha alegría que estés aquí, mamá. Ahora la casa tendrá más calor de hogar.
Ella sonrió, sintiendo un nudo en la garganta. Esa noche cocinó una cena sencilla al estilo del rancho: sopa de verduras, pescado en salsa y chiles en escabeche. Su nieto de cinco años, Emiliano, comió con gusto y dijo que estaba más rico que lo que hacía su mamá. Mariana, la nuera, apenas sonrió con cortesía, sin comentar nada.

A la mañana siguiente, cuando Andrés salió temprano a trabajar, Carmen se levantó antes del amanecer. Barrió el patio, regó las plantas y preparó el desayuno. Quería agradar a su nuera y a su nieto con un gesto sencillo. Cuando Mariana bajó a la cocina y vio la mesa servida con atole y tamales, solo dijo:
—No es necesario que haga todo esto, suegra. Aquí estamos acostumbrados a desayunar fuera.

Carmen sonrió con paciencia.
—Quería hacerles algo con cariño, nada más.
Mariana asintió y no dijo más. Durante todo el día, la nuera mantuvo las distancias, hablando lo justo y necesario. Carmen trató de convencerse de que quizá era cuestión de tiempo para adaptarse.

Pero esa noche, antes de que Andrés regresara, Mariana la llamó a la sala. Sentada en el sofá, con los brazos cruzados y gesto serio, dijo:
—Prefiero ser directa para evitar malos entendidos. Aquí en la ciudad la vida es cara y la casa no es grande. Si va a quedarse a vivir con nosotros, creo que lo justo sería que aporte 5,000 pesos al mes para la comida, la luz y el agua. Así todos estamos claros.

Carmen se quedó helada. Cinco mil pesos era una suma considerable para una mujer mayor que vivía de una modesta pensión y de vender productos de la huerta. La miró, buscando un gesto de comprensión, pero solo encontró frialdad.
—Hija… yo no tengo tanto dinero. Vine porque mi hijo me dijo que quería que viviera aquí, para ayudar con el niño, apoyarte.

Mariana frunció el ceño.
—Para cuidar a mi hijo ya tengo niñera. Si no puede aportar, entonces… usted sabe que vivir juntas no es fácil.

Carmen asintió en silencio. Esa noche no pudo dormir. Pensó en los años de esfuerzo para criar a Andrés, las noches en vela cuando estaba enfermo, las veces que vendió hortalizas para pagarle la escuela. En su vejez, solo quería estar cerca de su hijo, y ahora su nuera la veía como una carga.

A la mañana siguiente, decidió no decir nada a Andrés para evitar problemas. Pero tampoco podía quedarse donde no se sentía bienvenida. Empacó sus cosas y antes de irse, sacó de su maleta una pequeña caja de madera, vieja y polvorienta, que contenía un manojo de cartas atadas con un cordel.

Llamó a Mariana y colocó la caja sobre la mesa.
—Antes de irme, quiero darte esto. Léelo y decide si quieres que me quede o no.

Mariana, intrigada, abrió la caja y encontró cartas con la letra temblorosa pero clara de Andrés, escritas desde que estudiaba fuera del pueblo.

La primera decía:
Mamá, hoy saqué buena nota en matemáticas. Te extraño y extraño tu comida. Prometo estudiar mucho para llevarte a vivir conmigo a la ciudad y que no sufras más.

Otra, desde la universidad:
Mamá, sé que trabajas muy duro. El dinero que me mandas lo uso solo para libros. Haré todo para que te sientas orgullosa.

Cuanto más leía, más cambiaba el rostro de Mariana. Una carta escrita cuando empezó a salir con ella decía:
Mamá, conocí a una buena mujer. Se llama Mariana, es dulce y atenta. Estoy seguro de que la querrás. Sueño con que un día vivamos todos juntos, felices.

La última no era carta, sino una promesa escrita a mano:
Te prometo, mamá, que pase lo que pase, siempre cuidaré de ti como tú lo hiciste conmigo toda la vida. Tu hijo, Andrés.

Mariana dejó las cartas sobre la mesa, visiblemente afectada. Carmen habló con voz suave pero firme:
—No tengo 5,000 pesos para darte cada mes. Lo único que traigo son estas cartas: la vida entera de Andrés, el cariño que él siente por mí y también por ti. No vine a quitarte nada, solo a estar cerca de mi hijo.

Mariana no respondió, se levantó y se fue a su habitación. Carmen pensó que todo estaba decidido y arrastró su maleta hacia la puerta. Pero entonces Mariana salió corriendo, la abrazó y dijo entre lágrimas:
—Perdóneme, mamá… Estuve equivocada. No sabía todo lo que usted y Andrés vivieron. Pensé solo en el dinero y no en los sentimientos. Quédese con nosotros, no volveré a mencionar el dinero.

Carmen se sorprendió al ver sinceridad en los ojos de su nuera. Entendió que Mariana no era insensible; simplemente había crecido en la ciudad, acostumbrada a pensar de forma práctica. Las cartas habían despertado en ella otra faceta, aquella que Andrés amó por su ternura y cuidado.

Carmen decidió quedarse. No por la disculpa, sino porque vio esperanza en su mirada. Desde entonces, Mariana comenzó a conversar más con ella, a preguntarle por las recetas del rancho y por la infancia de Andrés. Emiliano se encariñó aún más, pidiéndole cuentos cada noche.

Una noche, cenando juntos, Andrés tomó la mano de su madre y dijo:
—Mamá, quédate conmigo siempre. No quiero estar lejos de ti nunca más.

Carmen sonrió con los ojos brillantes. Sabía que, mientras hubiera amor en la familia, todo saldría bien.

La historia terminó con el calor de un hogar donde los malentendidos se disiparon y los lazos familiares se fortalecieron gracias a unas cartas viejas: testimonio del amor y el sacrificio silencioso de una madre.