Visita inesperada a la familia política rica: el padre, entre lágrimas, lleva a su hija de vuelta a casa de inmediato…

Don Carlos —un hombre de más de sesenta años, que había pasado toda su vida en un pueblo pobre, trabajando el campo día y noche para sacar adelante a sus tres hijos— tenía en su hija menor, María, el mayor orgullo de su vida. Era obediente, buena estudiante y de una belleza dulce y tranquila.

Hace algunos años, María aprobó el examen de ingreso a la universidad y luego consiguió trabajo como contadora en una gran empresa. Allí conoció y se enamoró de Daniel —un joven de la ciudad, de familia adinerada, con padres empresarios. Cuando ambos anunciaron su boda, Don Carlos no pudo ocultar su preocupación.

—Con gente tan rica, ¿de verdad querrán a nuestra hija? —comentaba más de una vez a su esposa.

Pero María siempre sonreía con dulzura, tomaba la mano de su padre y le decía:
—Papá, aunque la familia de Daniel sea rica, él es un hombre cariñoso y sincero. No te preocupes. Cuando me case, viviré bien.

Por amor a su hija, Don Carlos reunió dinero, vendió un poco de tierra para organizar una boda digna. La familia del novio celebró un evento lujoso, invitando a personas distinguidas; la ceremonia fue tan fastuosa como en las películas. El día que entregó a su hija en el altar, lloró, pero aún así le aconsejó:
—Si hay dificultades, aguanta, mientras se quieran. Todo pasará.

Desde la boda, María casi no regresó al pueblo. A veces decía que estaba ocupada con el trabajo, otras que no era conveniente en la casa de su esposo. Cada vez que llamaba, él preguntaba:
—¿Estás bien, hija? Me preocupas mucho.
Ella siempre respondía:
—Estoy bien, papá. No se preocupen.

Hasta que un día, Don Carlos y su esposa decidieron ir a la ciudad a visitar a su hija. No avisaron, solo llevaron un par de gallinas del campo, unas verduras frescas y algunos frascos de salsa de pescado que Doña Rosa había preparado. Querían que su hija probara un poco del sabor de su tierra.

Cuando el taxi se detuvo frente a la gran mansión, ambos se quedaron asombrados. Una casa de tres pisos, portón automático y un empleado que abrió la puerta. Don Carlos sonrió con melancolía:
—Nuestra hija vive en un lugar tan lujoso… debe de ser muy feliz…

Pero al entrar, la sonrisa se borró de su rostro.

María bajó corriendo las escaleras, con el rostro pálido al ver a sus padres.
—Papá, mamá… ¿por qué no avisaron que venían?
—Los extrañábamos y queríamos verte un momento.

En ese momento, una voz fría resonó detrás de ella:
—¿Así que los pueblerinos también saben venir de visita?

Una mujer con un vestido de seda caro, el cabello peinado con esmero y una copa de vino en la mano salió al vestíbulo. Era Doña Beatriz —la madre de Daniel.

Beatriz recorrió con la mirada a Don Carlos y a Doña Rosa, de pies a cabeza, con gesto de desprecio. Frunció el ceño:
—¿Para qué traen gallinas y verduras? Aquí no nos faltan esas cosas.

María intentó intervenir:
—Mamá… no diga eso delante de mis padres…

Pero Beatriz levantó la voz:
—¿Acaso crees que por casarte con mi hijo puedes traer a toda tu gente del campo aquí? Recuerda tu lugar. No avergüences a mi familia.

El rostro de Don Carlos se encendió. Doña Rosa quedó paralizada. María bajó la cabeza, temblando, sin poder responder.

Incapaz de soportarlo más, Don Carlos habló con la voz quebrada:
—¿Desde cuándo mi hija vive en un lugar donde la desprecian así? Ella me dijo que estaba bien, que era feliz. ¿Esto es lo que llama felicidad?

Avanzó, tomó con fuerza la mano de María, con lágrimas en los ojos:
—Vente conmigo, hija. No puedo dejarte vivir así.

—Pero, papá…
—Yo no seré rico ni tendré mansiones, pero en nuestra casa nadie te tratará como a una sirvienta. No voy a tolerar esto.

La joven abrazó a su padre y rompió a llorar como una niña. Beatriz quiso detenerlos, pero Don Carlos fue tajante:
—Desde hoy, mi hija ya no será nuera de su familia. Ella es mi hija, y me la llevo.

María no se llevó más que un bolso pequeño y un vestido sencillo. Tomaron un taxi de regreso al pueblo en silencio. Durante el viaje, Don Carlos solo le apretó la mano y le dijo:
—No me pidas perdón. Solo quiero que vivas como una persona, no como un adorno.

Ese día, María regresó, dejando atrás la mansión lujosa y un matrimonio sin cariño. Comenzó de nuevo junto a sus padres, en un lugar donde había amor verdadero —sin lujos, pero con el corazón.