Quizás el hombre que yacía a mi lado no era solo un paciente postrado en la cama.
Salí del hotel, las luces de neón iluminaban mi rostro cansado. La noche de la Ciudad de México seguía siendo ruidosa, pero en mi corazón solo había un suspiro. Mi jefe se había marchado, dejándome con mi vestido de oficina arrugado y una sensación de vacío. En mi bolso, el teléfono vibró. Lo abrí, y mi cuenta bancaria mostró una transferencia de 50,000 pesos. Era una cantidad suficiente para acelerar mi corazón, pero no de alegría.
Soy Ana, de 28 años, una oficinista normal, pero mi vida no era normal en absoluto. Mi marido, Javier, un prometedor ingeniero, ahora estaba postrado en la cama después de un accidente de coche que ocurrió hace dos años. Cada día, lo cuido: le cocino gachas de arroz, le cambio los pañales, lo baño, como una máquina sin emociones. Pero esta noche, no solo soy una esposa devota. Acabo de hacer algo que nunca pensé que haría. Esa mañana, mi jefe me llamó a su oficina privada.
Él era un hombre de más de 50 años, rico, poderoso, y siempre me miraba con una mirada difícil de describir. “Ana, ¿quieres salvar a tu marido?”, preguntó, su voz tan profunda que parecía atravesar mi alma. Asentí, aunque sabía que la pregunta no era simple. Me hizo una propuesta: una noche con él, a cambio de 50,000 pesos para pagar las facturas del hospital de Javier. Me reí para mis adentros, pensando que era una broma.
Pero cuando deslizó un contrato sobre la mesa, con la cantidad de 50,000 pesos claramente escrita, me quedé helada. Javier necesitaba una cirugía. El médico dijo que si no se hacía pronto, no pasaría de este año. Nuestros ahorros se habían agotado, y las familias de ambos estaban agotadas. No tenía otra opción. Firmé el papel, mis manos temblaban tanto que mi firma era ilegible.
Esa noche, en el hotel, intenté no pensar en nada, solo actuar por instinto. Mi jefe fue más amable de lo que esperaba, pero cada uno de sus toques era como un cuchillo que cortaba mi autoestima. Cuando todo terminó, me entregó un sobre y me dijo: “Lo hiciste muy bien. Tu marido te lo agradecerá”. No respondí, solo me fui en silencio. Al llegar a casa, abrí la puerta, y el olor a gachas de arroz recién hechas flotaba desde la cocina.
Javier seguía allí, sus ojos vacíos mirando al techo. Me senté y le di una cucharada de gachas tras otra. “Tuve que trabajar horas extras hoy, estoy muy cansada”, mentí, tratando de mantener mi voz calmada. Él solo asintió suavemente, sin preguntar nada más. Lo miré, al hombre del que una vez me enamoré profundamente, ahora solo una sombra. De repente, mis lágrimas cayeron en silencio, goteando en el plato de gachas. El teléfono volvió a vibrar. Lo abrí, y mi cuenta bancaria recibió otra transferencia: 100,000 pesos. Me quedé atónita. ¿Mi jefe? ¿Pero por qué? Revisé el mensaje, solo una breve línea: “Te mereces más. No le digas a nadie”. Mi corazón latía con fuerza. ¿Era esto una trampa o lástima? No lo sabía.
A la mañana siguiente, fui a la oficina, con la mente revuelta. Mi jefe no estaba. La secretaria dijo que había volado al extranjero temprano esa mañana. Respiré aliviada, pero una sensación de inquietud se aferraba a mí. Justo entonces, el teléfono volvió a vibrar. Un mensaje de un número desconocido: “Señorita Ana, gracias por salvarme anoche. Soy Javier, pero no su Javier”. Me quedé helada. ¿Javier? ¿Mi marido? ¿O alguien más? Volví a llamar, pero el número estaba desconectado.
Corrí a casa, mirando a Javier en la cama, todavía inmóvil. “Tú… ¿tú sabes algo?”, tartamudeé. Él me miró, y esbozó una débil sonrisa: “Ana, sé que te has sacrificado mucho. Pero ¿estás segura de que la persona que conociste anoche era tu jefe?” Mi cabeza zumbaba. Resulta que la persona en el hotel no era mi jefe. Pero si no era él, ¿quién era? ¿Y por qué se transfirió el dinero a mi cuenta? Revisé el mensaje, y luego el contrato.
No había la firma de mi jefe, solo un nombre desconocido: “Juan Gabriel Ramírez”. Que era el mismo nombre que el de mi marido. Esa noche, no dormí. Me senté junto a Javier, tratando de armar las piezas de la historia. ¿Sabía Javier algo? ¿O era una conspiración más grande, relacionada con su accidente de hace dos años? El teléfono volvió a vibrar. Otro mensaje: “No me busques. Usa ese dinero para salvar a tu marido. Él no merece que te sacrifiques más”. Miré a Javier, luego miré la cantidad de dinero en mi cuenta. 150,000 pesos. Sabía que esta historia no había terminado. Y quizás, el hombre que yacía a mi lado no era solo un paciente postrado en la cama.