La echaron a los 14 años por quedar embarazada; regresó años después y dejó a todos sin palabras. /btv1
Con tan solo catorce años, Emily se encontraba sentada en el porche de la casa de su familia en un suburbio de Ohio, con una bolsa de lona a sus pies y su teléfono con un 12% de batería. El viento traía el aguijón de principios de noviembre, pero no era el frío lo que la hacía temblar, sino el silencio tras la puerta cerrada.
Dos horas antes, su madre estaba en la cocina, pálida y rígida, sosteniendo la prueba de embarazo que Emily había tirado a la basura, envuelta dos veces en papel de seda.
—Me mentiste —dijo su madre con voz monótona y desconocida—. Todo este tiempo. ¿Cuánto tiempo llevas embarazada?
Emily no pudo responder de inmediato. Todavía lo estaba procesando. Ni siquiera se lo había dicho a Carter, el chico con el que había estado saliendo en secreto durante cuatro meses. “Ocho semanas”, susurró.
Su madre la miró fijamente y luego se giró hacia su padrastro, Bill, que había entrado a mitad de camino. Al principio no dijo nada, solo se cruzó de brazos.
—No te lo quedarás —dijo finalmente su madre.
Emily levantó la vista, sorprendida. “¿Qué?”
Ya me oíste. Y si crees que te quedarás en esta casa mientras arrastras el nombre de esta familia por el lodo…
—Tiene catorce años —dijo Bill, interrumpiéndola con un suspiro—. Necesita consecuencias, Karen.
—No soy… —empezó Emily, pero la frase se quedó en blanco. Sabía que no importaba lo que dijera.
Al anochecer, estaba en el porche. Sin gritos. Sin mendigar. Solo una bolsa, cerrada y llena de todo lo que había tenido tiempo de coger: dos vaqueros, tres camisetas, su carpeta de matemáticas y un frasco casi vacío de vitaminas prenatales que había comprado en la clínica local.
El único lugar que se le ocurrió fue la casa de su amiga Jasmine. Envió un mensaje y luego llamó. No hubo respuesta. Era noche de escuela.
Se le revolvió el estómago. No solo por las náuseas, que se habían convertido en su indeseable compañera, sino por el peso de lo que ahora se avecinaba: la falta de hogar.
Se abrazó con más fuerza y contempló el vecindario. Todo estaba en silencio, cada casa era una caja de cálida luz amarilla y normalidad. Tras ella, la luz del porche se apagó. Su madre siempre la ponía con temporizador.
Eso fue todo.
Ella no iba a regresar.
Emily finalmente desistió de intentar contactar a Jasmine. Tenía los dedos demasiado entumecidos para escribir. Casi a las 11 de la noche, caminó. Pasó por el parque donde ella y Carter solían encontrarse. Pasó por la biblioteca donde buscó por primera vez en Google “síntomas del embarazo”. Cada paso se sentía más pesado.
Ella no lloró. Todavía no.
El albergue municipal para adolescentes estaba a ocho kilómetros. Había leído sobre él una vez en un cartel de la escuela. «Refugio seguro para jóvenes. Sin preguntas. Sin juicios». Eso se le quedó grabado.
Para cuando llegó al refugio, tenía los pies ampollados y la cabeza ligera. La puerta estaba cerrada con llave, pero había un timbre. Una mujer de pelo corto y canoso la abrió al cabo de un minuto, escrutándola de pies a cabeza.
“¿Nombre?”
—Emily, no tengo adónde ir.
Dentro hacía más calor del que imaginaba. No era acogedor, pero sí tranquilo. La mujer, Donna, le dio una manta, una barra de granola y un vaso de agua. Sin sermones. Sin amenazas. Emily comió despacio, con el estómago revuelto.
Esa noche, durmió en una litera en una habitación compartida con otras dos chicas: Maya, de 16 años y que estaba estudiando para obtener su GED, y Sky, que no hablaba mucho. No hicieron preguntas. Entendieron a su manera.
A la mañana siguiente, Donna la llevó a una pequeña oficina. «Aquí estás a salvo, Emily. Tendrás un asistente social. Atención médica. Apoyo escolar. No informamos a tus padres a menos que estés en peligro inminente».
Emily asintió.
—Y… sé que estás embarazada —añadió Donna con dulzura—. Te ayudaremos con eso también.
Fue la primera vez que Emily sintió que un poco de aire regresaba a sus pulmones.
Durante las siguientes semanas, Emily aprendió lo que significaba la autosuficiencia. Conoció a Angela, su trabajadora social, quien la ayudó a programar citas prenatales, a coordinar terapia y a matricularla en una escuela secundaria alternativa cercana donde las adolescentes embarazadas podían continuar su educación.
Emily estudió mucho. No quería ser solo “la chica que se embarazó a los 14”. Quería ser algo más. Para ella misma. Y para el bebé que crecía en su interior.
Alrededor de Navidad, Carter finalmente le envió un mensaje: «Me enteré de que te fuiste. ¿Es cierto?».
Se quedó mirando la pantalla. Luego borró el mensaje.
Él lo sabía. Simplemente no le importó lo suficiente como para aparecer.
Para marzo, su barriga había empezado a redondearse. Iba a la escuela con vaqueros de maternidad donados por el armario de ropa del refugio y leía todos los libros sobre paternidad que había en la biblioteca. Algunas noches, el miedo regresaba. ¿Qué clase de madre podría ser a los 14 años?
Pero hubo momentos, como cuando escuchó los latidos del corazón durante su revisión o cuando Sky, normalmente silenciosa, le puso una mano suavemente sobre el estómago y sonrió. Esos fueron los momentos que ella atesoró.
En mayo, se presentó ante su clase de la escuela alternativa y presentó un proyecto final sobre estadísticas de embarazo adolescente en Ohio. Su voz era firme. Sus datos, contundentes. No parecía una chica que lo hubiera perdido todo. Parecía una chica que estaba construyendo algo nuevo.
Cuando llegó su bebé en julio —su hija, a quien llamó Esperanza— , Emily estaba rodeada no por sus padres, sino por quienes habían decidido cuidarla: Donna, Angela, Maya, Sky. Su nueva familia.
Todavía tenía 14 años. Todavía tenía miedo. Pero ya no estaba sola.
Mientras acunaba a Hope en la habitación del hospital, con el sol de verano llenando la ventana, Emily susurró: “Comenzamos desde aquí”.