Le decían “naca”… hasta que abrió la boca /btv1
En una de esas calles sin nombre de la colonia Doctores, donde los postes están grafiteados y los techos de lámina se pelean con el viento, vivía Esperanza Morales, una adolescente de diecisiete años que parecía fundirse con el polvo del barrio. Su casa tenía paredes de concreto sin pintar, un solo ventilador para cinco personas, y una cocina donde su madre preparaba tamales cada madrugada para vender en la esquina del metro Chabacano.
A simple vista, Esperanza era invisible.
Sus zapatos escolares estaban tan gastados que el cartón del interior ya asomaba por la suela. Su mochila era una imitación mal cosida de una marca que nunca podría comprar. El uniforme —que había sido de su prima mayor— tenía el cuello descosido, y el suéter… bueno, el suéter tenía más remiendos que lana original. Cada mañana, mientras caminaba hacia la Secundaria Benito Juárez, los murmullos la acompañaban como sombras hirientes.—“Mírala, la naca.”—“Siempre huele a masa de tamal.”—“¿Qué no tiene espejo en su casa?”
Las burlas venían de todos lados, pero las más filosas salían de la boca de Fernanda Villarreal, la hija de un empresario y la reina no coronada del colegio. Fernanda tenía lo que Esperanza no: perfumes caros, zapatos nuevos cada mes y un séquito de seguidores que reían cada vez que ella chasqueaba los dedos
Cada mañana, antes de que la campana sonara, le tocaba barrer el patio como parte de un castigo injusto por “interrumpir la clase de matemáticas con su tos”. Mientras recogía hojas secas y envolturas de frituras, cantaba bajito para sí misma. Una costumbre heredada de su abuela Mixe, que siempre decía que la tristeza no se llora: “se canta para afuera”.
Una de esas mañanas, su voz —suave, temblorosa— comenzó a recorrer los corredores grises de la escuela. Subía como humo entre los tubos oxidados, se filtraba por las ventanas del salón de música y llegaba, sin que ella lo supiera, a los oídos atentos de la maestra Soledad Herrera.
Soledad llevaba veinte años enseñando a tocar la flauta dulce a niños que odiaban la música. Estaba acostumbrada a los gritos, al bullicio, a los desafinados. Pero esa voz que venía del patio no era ruido. Era memoria sonora. Dolor cantado. Belleza desnuda.
Esa misma tarde, llamó a Esperanza al frente de la clase. Ella, tímida, creyó que la iban a regañar otra vez. Pero Soledad simplemente dijo:—“Cántame lo que estabas cantando mientras barrías.”
Y así lo hizo
El salón quedó en silencio. Por primera vez en mucho tiempo, nadie se rió. Ni siquiera Fernanda. La voz de Esperanza temblaba, sí, pero tenía algo que ninguna otra voz adolescente en esa escuela tenía: verdad.
Soledad la inscribió en secreto al concurso nacional Voces Juveniles de México. No lo consultó con nadie. Solo le dijo:—“Te van a mirar raro. Te van a juzgar. Pero tú tienes un alma que canta, y eso no se enseña. Eso se honra.”—“No tengo vestido,” respondió Esperanza.—“Tu mamá sabrá coser uno. Y si no, yo lo haré.”
El Teatro de la Ciudad era un monstruo. Con sus columnas doradas y sus butacas de terciopelo rojo, intimidaba a cualquiera, y más a una adolescente que jamás había usado tacones. El vestido que llevaba fue cosido a mano por su madre en tres noches sin dormir: hilo por hilo, con lentejuelas recicladas de un disfraz de Día de Muertos.
Cuando Esperanza subió al escenario, algunos rieron. Un grupo de chicas de otra secundaria murmuraban desde la fila cinco:—“¿Y esta? ¿De dónde salió?”
La música comenzó. Un solo de guitarra. Y luego…“Todos me dicen el negro, Llorona, negro pero cariñoso…”
La voz de Esperanza no era perfecta. Pero era real. Era antigua. Era mexicana en lo más profundo. Era un eco de siglos de dolor, amor y resistencia. No tenía técnica de conservatorio, pero tenía alma de volcán.
La sala se quedó muda. Un nudo colectivo en la garganta. Al terminar, nadie aplaudió durante cinco segundos. Como si todos necesitaran tiempo para regresar al presente. Y luego… estalló.
Esperanza no ganó el primer lugar. Pero ganó algo más valioso: una carta manuscrita de la directora del Instituto Nacional de Bellas Artes. Una beca. Y, un mes después, una disculpa en voz baja de Fernanda Villarreal, quien simplemente dijo:—“Cantaste como nadie. Perdón por todo.”
Hoy, Esperanza Morales es una cantante reconocida de música tradicional mexicana. Ha representado al país en festivales en España, Perú y Japón. Pero cada vez que le preguntan cuál fue su momento más importante, responde sin dudar:—“Cuando mi madre me ayudó a subir el cierre del vestido.Cuando alguien como yo —llamada ‘naca’— pudo hacer que todo un teatro se levantara.
Solo necesitas que alguien te escuche.**
Y entonces, como Esperanza…
cantas.